Para realmente comprender la importancia que tiene la Paz para Colombia, primero debemos observar las marcas que la guerra y sus actores han dejado en nuestra tierra, y entender cómo han herido a los verdaderos perdedores de este amargo conflicto: las víctimas.
A veces campesinos, labriegos, agricultores y ganaderos; otras comerciantes, servidores públicos, defensores de derechos humanos, líderes comunitarios o simples ciudadanos; todas las víctimas han tenido que aprender a vivir bajo el yugo de la desaparición, del desplazamiento y los asesinatos; del robo, de las amenazas, de las llamadas a media noche con mensajes macabros, y de las sombras que merodean cerca, en la oscuridad y armados, mientras todos los demás se atrincheran en sus hogares.
Hombre y mujeres que han vivido al lado del miedo constante a que, sin previo aviso, como una bala disparada en la oscuridad, su vida, o la de quienes aman, se acabe. Sin respuesta ni razón, sin explicación ni comentario: solo acompañado de un tenue murmullo, expresado cuando nadie está escuchando; y del olvido. No de quienes amaban a quien ya no está, sino de todos lo demás.
El olvido de sus vecinos, quienes para proteger su vida se obligan a no recordar, el olvido de sus gobernantes, los cuales, alejados de su triste realidad, poca atención prestan ya a una estadística más; y, sobre todo, el olvido del Estado: ese que no recuerda que debe construir carreteras, escuelas y hospitales, ese que prefiere no pensar en su obligación de ofrecer oportunidades para quienes desean ganarse la vida honradamente.
Ese Estado que por su lentitud, incumplimiento y paquidérmico accionar, ha llevado una y otra vez hasta el borde de la resistencia a los pobladores de cada pueblo y vereda, escenario de esta cruel guerra; ineptitud que, en ocasiones, ha obligado a actuar como criminales, a quienes en otro lugar serían nobles campesinos, fuertes agricultores y audaces ganaderos. Mismo olvido que ha obligado a cientos de líderes y defensores de derechos humanos, a poner de lado su propio bienestar, para luchar por quienes nada tienen ya; mientras dejan una estela con sus cuerpos inertes en el proceso.
Por eso debemos entender que la importancia de la paz no radica en un folio lleno de promesas medio cumplidas y de obligaciones adquiridas, sin importar que se llame Acuerdo de La Habana o de Ralito. No, radica es en la esperanza que tiene una fuerte mujer en su rancho en medio de las montañas, que finalmente el Estado llegue hasta su poblado y la ayude, a ellas y a sus 3 hijas, únicas sobrevivientes del ataque de los criminales, a tener una vida mejor.
Se sostiene sobre los sueños de un joven, que postrado en una silla de ruedas hecha por sus propios padres, desea salir de su caserío y estudiar, utilizando así su inteligencia para darle a su familia una vida más tranquila. La trascendencia de la paz realmente está en las lágrimas de alivio y amor de una madre que finalmente encuentra a su hijo, años después de esa fatídica noche, cuando en medio de las balas, las explosiones, los gritos y el miedo, no volvió a ver a su pequeño.
Y, finalmente, la paz radica en todos nosotros, en nuestra obligación de darles a millones de colombianos la oportunidad de caminar sin miedo a que la misma tierra bajo sus pies explote, de salir de sus casas sin temor a que aparezcan de nuevo hombres armados para llevarse a sus pequeños, con promesas vacías de una vida mejor.
Así que, la próxima vez que nuestra apatía y desinterés nos lleve a darle la espalda a esos colombianos, fruto también de toda una vida siendo testigos de los horrores de la guerra, debemos recordar que para entender realmente la paz, primero debemos entender las historias que la guerra ha dejado atrás, escuchando el más profundo anhelo de sus protagonistas: vivir sin miedo.