Algún regocijo alcanzó a sentirse en algunos círculos intelectuales por el anuncio de las autoridades educativas, en el sentido de que volvería a enseñarse Historia en los colegios.
Pero parece que todo fue un simple júbilo vano porque en realidad la vieja cátedra de Historia, esa que recibimos del Padre Álvarez en el Colegio, hace 40 años, la misma que nos motivó más tarde la vocación por una formación académica en la Universidad y que siempre hemos llevado como imprescindible presupuesto de cualquier análisis, no ha regresado.
Y el asunto no es de poca monta: los pueblos que olvidan su historia, o que la desconocen, están condenados a revivirla. Es un lugar común, repetido por tirios y troyanos. Pero que resulta bastante adecuada: Olvidar, o negarse a recordar el propio pasado, nos condena irremisiblemente a vivirlo una y otra vez: el ser humano tropieza con la misma piedra varias veces.
El problema radica en la amnesia de la gente.
Colombia, por ejemplo, vivió todo un ciclo de guerras intestinas en el siglo XIX. Obandos, Mosqueras, Ospinas, Vélez, Henaos y Fernández, entre otros, fueron jefes y aguerridos militares que enlutaron hogares y derramaron sangre colombiana. La Historia oficial les ha conferido mármol y pedestal. Pero fueron tan sangrientos como los de ahora. En dejando las armas, ocuparon la Presidencia de la República y las curules del Congreso de la República, sin que nadie saliera a romper sus vestiduras como ahora.
Se pasaba de las armas a la palabra con singular facilidad, sin mayores aspavientos, ni reclamos opositores.
Y luego de las guerras, tejieron un país, con paciencia, con exclusiones y anatemas, con temores y prejuicios, es cierto. Pero lograron darle forma y unidad. Y gobernaron cuarenta y cinco años, hasta que otras voces, otros enfoques, otras inquietudes pensaron que era posible vivir la nación de una manera diferente.
Fue, justamente, la época en que la Historia como disciplina, como qué hacer intelectual y científico, ocupó un sitial de preferencia. Se creó la Ciudad Blanca en Bogotá, se pensó en las Ciencias Sociales y Humanas y nos atrevimos a ver la Historia de este país, más allá de los románticos relatos de Henao y Arrubla.
Pero la Violencia, puso fin a la aventura. La Historia fue entonces solo el recuento ordenado y sistemático de los hechos notables de figurones notables.
No obstante y a pesar de la represión, el inquieto intelecto se mantuvo pertinaz.
Los años siguientes del Frente Nacional y los posteriores, rindieron tributo a los estudios históricos.
Primero Nieto Arteta, Liévano Aguirre, Germán Colmenares, Mario Arrubla y, después, la avalancha de la Nueva Historia con Álvaro Tirado, Jorge Orlando Melo, Darío Mesa, Germán Colmenares, Hermes Tovar, Alberto Mayor Mora, Víctor Álvarez, Beatriz Patiño y otros muchos, tantos, que sería imposible reseñarlos, marcaron la impronta indeleble de los estudios históricos.
Sin embargo, en la educación media que las instituciones educativas suministran a los adolescentes y jóvenes en ciernes, la Historia fue desapareciendo, se fue desvaneciendo, como esas compañías incómodas de las cuales nos vamos deshaciendo, silenciosa e inexorablemente. Se le disolvió en una sustancia insípida y grisácea que llaman “sociales”, en la cual, ni hay historia, ni geografía, ni ecología, ni sociología, sino una amalgama que a los educandos les sirve para rellenar sus horas de ocio.
El país ha atravesado por épocas terribles en las cuales el conocimiento histórico hubiera podido ofrecerle alternativas de solución.
Hemos trasegado pasajes infames de nuestra existencia, no solo republicana, sino vital, como La Violencia y más que ese periodo nefando, el infame periplo de esa cosa informe y vil, llamada “Los Paramilitares”.
Logramos sobrevivir a tanto dolor y a tanta ignominia.
Nos aprestamos a construir un nuevo futuro.
Sin embargo, las fuerzas del pasado quieren seguir atándonos con sus cadenas de odio y violencia, para que no podamos superarnos.
Pero la esperanza está ahí: en el estudio de nuestra Historia. Porque solo estudiando y comprendiendo nuestro pasado, podremos asimilar y modificar nuestro presente, para construir un nuevo futuro.
Nuestro día de mañana depende de la manera como liquidemos cuentas con el día de ayer y de la forma en que asumamos nuestro hoy.
Es preciso entender que los Mosqueras, los Obandos, los Ospinas de ayer, están también hoy vestidos con otros apelativos; que tenemos que desentrañar y superar las claves del ayer, para poder crear unas nuevas realidades, en las cuales nuestros hijos y nuestros nietos puedan nadar y jugar los juegos de la infancia.
Y, finalmente, que a esos fantasmas podemos derrotarlos, con la palaba, pero sobre todo, con el recuerdo de nuestro pasado.
Cordial saludo; buscando archivos de fotos me encontre esta,, pero pertenece a la Plaza de Bolivar de la Ciudad de Tunja mas no de bogota.