Era diciembre en la capital y esta ciudad que se ha convertido en refugio y hogar para tantos descansaría un tiempo del caos cotidiano durante la temporada de vacaciones que vivía el país como anualmente lo hace por estos días.
Llegó el 21 de diciembre y recuerdo que trabajé hasta la 1:30 p.m. para luego atravesar de la Calle 72 hasta la 127 donde debía recoger mi maleta para empezar un viaje terrestre, extenuante que puede durar hasta 14 horas aproximadamente para llegar a Cúcuta, la ciudad donde nací y crecí.
Para diciembre del 2018, solo una aerolínea operaba en el Aeropuerto Camilo Daza, que vale la pena recordar, lleva el nombre del primer piloto colombiano nacido en Pamplona. Con el precio de los pasajes aéreos elevados, disparados exageradamente, decidí comprar solo un trayecto y viajar ese viernes por carretera.
Planeé mi viaje primero hasta Bucaramanga porque parecía una utopía encontrar pasajes directos hasta Cúcuta en bus. Salí a las 7:00 p.m. de Bogotá con tres bumangueses y otro cucuteño y, aunque conocía la carretera y sabía que sería un largo recorrido, yo iba feliz. Viajar a mi ciudad natal no es un tema de compromisos con nadie, es una inyección de energía constante y una espera eterna cuando tardo en ir.
El año anterior me había embarcado a un destino distinto y lo único que quería para estos días era llegar reconfortarme en casa, aunque mi madre no viva en Colombia, la mitad de mi familia permanece en Cúcuta, conservo intactas las costumbres.
En mi ciudad pedimos la bendición en la familia, decimos nona en lugar de abuela, comemos pan relleno en Navidad, hacemos hallacas caseras, preparamos los únicos pasteles de garbanzo del país, tenemos una Avenida Cero, soportamos el sol resplandeciente desde cualquier rincón de la ciudad y disfrutamos de la brisa y del ruido de las hojas que los árboles nos regalan cada noche.
En Cúcuta, decimos toche, mano, somos directos, nobles, hablamos duro, escuchamos música en volúmenes altos, cantamos con sentimiento, bailamos, somos alegres a pesar de las dificultades, nos levantamos de un terremoto que destruyó la ciudad en 1875, de crisis migratorias, pérdidas económicas, olvido y abandono del Estado y soportamos a diario el desconocimiento de compatriotas que ni siquiera logran ubicarnos en el mapa nacional y confunden Norte de Santander con Santander.
Entre Bucaramanga y Cúcuta puedes tardar entre 5 y 6 horas normalmente, yo había llegado al terminal de la ciudad bonita cerca de las 3 de la mañana, luego de que las personas con quienes salí de Bogotá llegaran a su destino.
El terminal parecía una feria en fin de semana, con familias enteras deambulando por el lugar, pero bastante alejado de un escenario de diversión, aquí la preocupación por encontrar tiquetes para salir y, no para entrar, era la constante. Ya era 22 de diciembre y los rostros exhaustos de muchos me regalaban la sensación de que tal vez no llegaría a mi casa hoy.
Desde que llegué el mensaje para quienes viajábamos a Cúcuta era claro: “No hay pasajes para hoy”, sin embargo, después tres horas y media más tarde logré salir, envié mensajes a mi casa, desayuné y descansé un poco hasta llegar al páramo de Berlín, frío imponente como siempre.
En el camino, hablé con dos venezolanos sentados a mi lado, les pregunté hacia dónde iban, de su estadía en Colombia, del trato de los nacionales y, aunque después de llegar a Cúcuta les esperaba un viaje de más de 12 horas para volver aunque fuera por unos días al reencuentro con su país, los veía entusiastas, hablaban de su familia de lo que habían comprado para llevar a casa y en medio de lo doloroso que pueda ser estar lejos de sus raíces, bajo condiciones forzosas, agradecían las oportunidades que en Bucaramanga habían encontrado, sin desconocer que en algunas ocasiones habían sentido el rechazo de la gente, “no de todos, eso sí”, exaltó uno de ellos.
Tanto ellos como yo, reconocimos que fuimos puerta abierta durante muchos años y como todo, en época de crisis cualquiera es enemigo, ambas partes entendíamos el problema actual social y económico de salir de allá y empezar acá.
Finalmente llegamos a Cúcuta después de seis horas de viaje aproximadamente, pero antes habíamos pasado por la Universidad de Pamplona, mi Alma Máter, por la Don Juana que antes estaba a casi una hora y media de distancia de Cúcuta y ahora gracias a la doble calzada el trayecto puede llegar a ser de 30 o 40 minutos, descongestionando la entrada de la ciudad.
Ya en el terminal de Cúcuta, casi a la 1:00 p.m. con el sol resplandeciente, mis mejillas cambiaron de color, me remangué la camisa, el jean, me recogí el pelo y yo, ¡feliz! para mí es un gusto siempre regresar a la ciudad y una deuda enorme seguir aprendiendo afuera para retornar con propuestas de mejora. Sigo mi trayecto y me pican los mosquitos como es habitual, eso lo sabemos quienes crecimos aquí, o los que hemos ido a tierra caliente alguna vez.
Cúcuta ha enfrentado tantas crisis económicas que hablar de ella con desprecio no es más que la ignorancia de quien la ve tras la barrera.
¿Por qué no exaltamos la empresa privada que aún sigue en la ciudad de pie? ¿Por qué no nombramos a la pequeña y mediana fábrica? ¿Por qué no reconocer el trabajo de los deportistas y artistas locales que siguen aquí siendo escuela de las nuevas generaciones? ¿Por qué no valorar el trabajo y la producción agrícola del campesino?
Si hablamos de entretenimiento, me faltaron días para recorrer los nuevos bares de Caobos en la zona E, que ofrece música en vivo, conciertos de rock, se puede encontrar un BBC bodega en la misma zona, bares nuevos con conceptos bastante definidos alejados del vallenato y del reggaetón, si eso le llega a incomodar. La ciudad conserva los lugares de siempre para escuchar la música favorita por los locales y los sitios de rumba en la zona del Centro Comercial Bolívar.
Hay de todo y para todos los gustos. Pasé por Toffee me tomé un café, comí las hamburguesas de Juank, el sándwich clásico de Londero´s, los pasteles de garbanzo de la Dacha y no alcancé a pasar por el típico chuzo pan en Carritos. Podría haber seguido recorriendo lugares además de los que nombré porque son con los que crecí, pero hay tanta gastronomía como se quiera elegir y los precios que se manejan en la ciudad son excepcionales. Fui a Chinácota, recordé las veces que como cucuteños veníamos a este lugar para comer fresas con crema y lo lejos que llegó a parecer la carretera hace unos años, lo cerca que estamos ahora.
Mi ciudad conserva, como todo lugar, gente amable, honrada y trabajadora, hombres y mujeres alejados de la cultura mafiosa en la que pretenden empaquetarnos en el interior del país, desconocer esto sería un insulto a mi familia, a mis amigos y a las nuevas generaciones que allá se siguen formando.
Tenemos urgencia por educar a nuestra región en participación ciudadana, la pérdida del respeto y la confianza por el estado que miles de desplazados con los que cuenta la ciudad después de años de violencia en el país no nos puede dejar más que un compromiso y un profundo interés en reconstruir el tejido social. El temor de los locales por la crisis económica de los últimos años y la inseguridad, combinados con la falta de oportunidades laborales han desatado un miedo colectivo, miedo ajeno a quienes no estamos allá actualmente, pero que debemos educar para combatirlo jamás promoverlo o peor aún, ignorar que la xenofobia es un fenómeno que surge de la ignorancia, de la falta de preparación para la emergencia que enfrenta el país y aprende finalmente por ensayo y error.
Gran parte de mi generación tiene planes por y para la ciudad, así muchos no vivamos en ella, no porque queramos, sino porque como sucede con la gran mayoría de colombianos que no somos de Bogotá entendemos que existe un país centralizado que ofrece mejores oportunidades en la capital y debemos salir, nos toca.
El día del vuelo con regreso a Bogotá llega y lo único que se me ocurre es quedarme mucho más, recorrer más lugares, visitar más amigos y revisar el calendario para programar el próximo viaje. Decirle adiós a este suelo cuesta para quienes siempre tenemos razones para volver y somos conscientes de ello.
Fotografía cortesía de Diego F. García – Flickr (CC BY 2.0).
Buena crónica… La viví como cucuteño… Olé mano está muy buena.pedazo de toche!
Que buen artículo, me hizo aguar los ojos. Soy cucuteña y hace casi treinta años por trabajo vine a Arauca y que quede. Pero nunca olvido el Colsag, el rio Pamplonita, ni el colegio Mercedes Abrego, ni la UFPS donde estudie. Hace un año fui a encontrarme con mis compañeras y fue maravilloso volver. Cúcuta siempre estará en mi corazón
Gracias
Meli: no me gustó tu artículo, me encantó. Como diría Amparito, me erizaste, que lindo ver y entender que es de personas sensatas agradecer a la ciudad que nos vió nacer, nos vió crecer y nos hizo ser lo que somos ahora. Amo a Cúcuta y obvio, hoy en día, también amo a Bogotá porque es la capital que me abrió las puertas y las oportunidades laborales, pero tal como dices en tu artículo, cada vez que viajo a Cúcuta, siento gran emoción y regreso a Bogotá con nostalgia, pero con baterías recargadas para darlo todo. Gracias por recordarme las cosas lindas que tiene nuestra ciudad.