Hablar sobre paz y guerra en un país donde la ambigüedad de las mismas acecha todos los ámbitos sociales es relativamente complejo, ya que de estos actos surgen críticas, muertes, más conflicto, memoria histórica y actos de resistencia tanto individuales como grupales que pueden terminar en una contribución para mejorar el panorama de una población o, por el contrario, socavar con la integridad de la misma.
Sin embargo, pese a todas las consecuencias que pueden acarrear estos actos, varias personas y poblaciones han decidido hacerle frente a la guerra, por su dignidad, sus pertenencias y sus seres queridos, pero, ¿cómo llegamos hasta aquí?, ¿ha valido la pena resistir?
“La resistencia se entiende como aquellas acciones de oposición, confrontación o inconformidad por parte de sujetos y colectivos, frente a estrategias de dominación de grupos armados relacionados con el conflicto armado, que involucran prácticas prioritariamente no violentas”, según el informe realizado por el Centro Nacional de Memoria Histórica, Medellín: Memorias de una Guerra Urbana, estas sirven para hacer visibilizar a una población que pide de diferentes maneras, que el status quo en el que vivían, se reestablezca o se mejore.
El desplazamiento forzoso de poblaciones dejó 7,7 millones de víctimas y 262.197 muertos en este país, de los cuales el 19% fueron combatientes y el resto, población civil; cuya intensidad y magnitud ha tomado el perfil de una tragedia humanitaria.
La inclusión sistemática, los homicidios y las violaciones, son algunos de los tantos hechos en los cuales han incurrido los diferentes actores del conflicto armado interno que vive Colombia, sustentando el hecho incuestionable de su progresiva degradación.
Tras largos años de violencia y conflicto armado en Colombia, las formas de relación caracterizadas por el dominio de la fuerza para la consecución de fines, con producción de daños a las víctimas, se han ido convirtiendo en situaciones predominantes para dar a conocer las memorias de resistencia y sobrevivencia, mostrando algunas de las formas en que las padecieron la violencia, pero también, cómo la enfrentaron, evadieron y supieron sobrellevarla.
En las historias de quienes pasaron por la violencia, es posible entender los profundos daños que causó la confrontación armada, los enormes esfuerzos que las victimas tuvieron que emprender para garantizar su subsistencia y las deudas que tiene el Estado en materia de reparación.
Centrar la atención en la recopilación de resistencias y sobrevivencia, permite indagar por la astucia, la creatividad y la diversidad de las prácticas cotidianas de las personas frente al conflicto.
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“Mataron a Gaitán”, así se escuchó el gritó por todo Bogotá luego de los tres impactos de bala que residían en el cuerpo de Jorge Eliecer Gaitán, postulado a la presidencia de Colombia. Era la una de la tarde del 9 de abril de 1948, misma hora en la que se desencadenó una serie de hechos contundentes expresados por medio de violentas protestas, desordenes y represión.
Algunos docentes suelen afirman a sus estudiantes que el magnicidio perpetuado por Roa Sierra fue el nacimiento del conflicto interno colombiano; las cifras que ascendían a 500 muertos y el cuerpo del asesino en el Capitolio Nacional pedían a una sola voz la renuncia del presidente conservador Mariano Ospina Pérez.
Guerrillas y campesinos se empezaron a unir más en busca de cambios, justicia y equidad, pero aunque esta es la historia que conocemos, Daniel Quiroz Salazar, historiador de la Universidad Nacional, nos cuenta una historia diferente:
“El nacimiento del conflicto interno colombiano no tiene una fecha exacta, más bien el conflicto armado colombiano es la consecuencia de un montón de problemas a los cuales se les debió dar solución desde tiempos coloniales, problemas que obedecen a la mala distribución e inequidad de las tierras”.
Así explica Daniel el verdadero nacimiento de esta guerra que parece sin fin y que convierte al Bogotazo en el mayor acto de resistencia por parte del pueblo que reclamaba por la vida de su candidato predilecto, al que nadie alcanzaba en las encuestas nacionales y que, con su gran oratoria, había conquistado al país entero.
Pocas guerras internas en diferentes partes del planeta difieren de la problemática que ha enfrentado Colombia desde la colonia, todos los conflictos se generan por las pocas tierras que le confieren a las mayorías y que a la hora del té le pertenecen a grandes latifundistas que dejan herencia con el paso del tiempo y sus apellidos se mantienen hasta la actualidad dejando solo a una pequeña parte de la población beneficiada por los cultivos y el resto en vísperas de muerte.
Hay que aclarar que en tiempos coloniales ya existía un comercio internacional, y que las miradas en Colombia ya estaban puestas, ¿cómo han de perderse las grandes potencias este territorio rico y fértil? Un territorio minado de riquezas, de tierras productivas y diversas que hacen brotar desde café hasta caucho, que produjo disputas burguesas, preferencia, alianzas y protección para este país.
Con la llegada del siglo XX, los problemas cogieron más fuerza cuando el gobierno de los Estados Unidos vio llegar el fantasma del comunismo a Cuba y, bajo la mesa, una doctrina completa empezó a surgir, la confabulación entre Estados Unidos y Colombia se decidieron por suprimir todo lo que llevara por nombre comunismo o socialismo, acechando y acabando con movimientos sociales por miedo a que ellos cargaran con estos títulos y, aunque estas dos palabras en teoría suenan muy bonito, cuando se pone en práctica, se convierte en utopía.
Así que por simples suposiciones, su misión de erradicación, impulsó a que estos grupos se alzaran en armas, inicialmente en la zona de los Llanos Orientales que desde la Comisión Corográfica de Agustín Codazzi, se había convertido en una supuesta tierra simple e igual, pero que bajo ese error colonial, guardaba y guarda exuberantes terrenos que fueron los primeros que se enfrentaron a la mala distribución de las tierras.
También se empezaron a infiltrar guerrillas comunistas de verdad, las que causaban tanto pánico para el Estado, que no sabía diferenciar entre los movimientos sociales campesinos que exigían mejores condiciones para el campo y estas guerrillas, creyendo que los dos bandos ponían en peligro la decencia económica y política del país.
Posteriormente, en la segunda mitad del siglo XX llega la relación paramilitares-ejército, con el objetivo de exterminar las guerrillas, puesto que si el Ejército bien hacia su trabajo, no estaba siendo eficaz y el grupo que le daría la talla a guerrillas fuertes como las FARC, ELN y EPL serían los paramilitares.
El historiador Daniel Quiroz Salazar las define como “guerrillas contratadas por el Estado, porque una masacre ejecutada por el Ejército, sería un mal título en los diarios”. De aquí empiezan a surgir toda esa cantidad de víctimas que por medio de diferentes actos, le hacen frente al conflicto, le desobedecen, y se les ponen frente a frente a sus victimarios.
Actos que provienen de víctimas como doña Amanda, una señora granadina que con el paso del tiempo ha dejado notar las secuelas que hizo la guerra en su vida, a medio caminar, con su ruana puesta y con arrugas en la cara, no deja pasar un día en el cual no vaya a apoyar a las víctimas, a reconstruir memoria y a demostrar que perdonó y de esta manera resistió a la guerra.
Su mayor dolor se dio exactamente el día 3 de noviembre del 2000 cuando mataron a su esposo en una masacre llevada a cabo por los paramilitares. Doña Amanda cuenta que “ellos le daban a lo que se moviera” y por esto su esposo murió junto con 19 civiles más que nada tenían que ver, pero aun así, estaban allí, pagando las consecuencias de una guerra que no era de ellos.
Esta mujer solía pasar sus días viviendo bajo el temor de tocar las calles, los enfrentamientos tenían al pueblo encerrado en sus propias casas y pocos valientes que decidían salir, no volvían.
Los toques de queda se volvieron pan de cada día. En el corregimiento de Santa Ana una mujer enterró a su hermano en el patio de la casa luego de que un helicóptero fantasma le volara las piernas, porque eran más de las siete de la noche del viernes y el final de esta medida extraordinaria se extendía hasta el lunes.
Si en la calle se topaban con un guerrillero o con un paramilitar, saberse su número de cédula era obligación, y si su nombre aparecía en una de las listas por cualquier motivo, lo convertía en objetivo militar.
El pueblo se volvió insensible, como los otros sitios donde la guerra interna colombiana había tomado partido, empezaron a normalizar la violencia, al que mataran le echaban la culpa y simplemente decían: “ese en misa no estaba” y así fue por largos años, días en los que existía esperanza en las Fuerzas Militares del Estado, pero estos también llegaban a acabar con todos de una manera estigmatizadora, dando por entendido que todos allí pertenecían a un bando.
La traición por parte del Ejército Nacional se notaba a leguas, según las víctimas, porque pocas veces llegaron a tiempo o ni siquiera llegaban, como en el caso de Vigía del Fuerte.
Tal es el caso de violencia en Granada y en el país, que se concibe que la mejor manera de arreglar nuestras diferencias es matándonos; que ir a denunciar una violación a nuestros derechos se convierte en un acta de muerte; y que intentar dignificar lo poco que dejó la guerra, producía y produce rechazo por parte de las entidades gubernamentales.
Por situaciones como esta, por los difuntos, los desplazamientos, las torturas, las desapariciones y las injusticias que vienen desde tiempos inconcebibles, pequeños y grandes grupos de personas han decidido organizarse y mirar a los ojos a la guerra por medio del arte.
Algunos ejemplos se encuentran en la Comuna 13 de Medellín con sus graffitis y jardines; el cine en Montes de María; en muchos otros lugares pequeños donde por medio de protestas y hasta actos simples como el de seguir jugando cartas fuera de casa en medio del toque de queda; o simplemente seguir viviendo, como es el caso de Jesús María Padierna, quien se crio con prostitutas luego de huirle a la muerte que lo perseguía en Uramita.
Así que empezaron jornadas de sensibilización; la excusa de que “en misa no estaba” ya no podía ser un argumento válido, aprender a ser resilientes y adaptarse al medio que la guerra transformó a su gusto, ha sido una condición necesaria.
Aprender a perdonar sin olvidar, para que la historia no se repita; porque sin el perdón no hay acto de resistencia que valga, por lo menos eso afirma una de las víctimas de la masacre de Bojayá, Jorge Andrés Durán:
“Porque írsele a parar a la guerra con el mismo odio que se siente al ver que le matan a los amigos y a la familia, solo generaría más derrames de sangre, yo aún no perdono a mi tío que es comandante de las AUC, por eso, si decidiera hacerle frente a la guerra en este momento, sería totalmente en vano, porque resistir si vale la pena, pero puede ser un trauma”, afirmó.
Es difícil encontrarse con los victimarios como acto de reconciliación para que la paz empiece a implementarse de manera seria, pero gracias a todos estos procesos de resistencia y por un fuerte trabajo por parte de gran cantidad de asociaciones, la paz ya es real; solo falta ejecutarla.
Aunque para algunos, como el abogado Jaime Restrepo – El patriota, ha faltado verdad, justicia y reparación. Sin embargo falta un proceso de educación para entender bien el conflicto.
“Hemos resistido 50 años como país, le hemos resistido 50 años a la guerra de forma directa o indirecta, y aun la historia no nos ha dado la razón, pero seguramente va a valer en algún momento”, así afirma César García, licenciado en ciencias sociales.
Granada es un pueblito pequeño, frío, callado, sombrío de domingo a jueves y comercial viernes y sábado. Con el cementerio cerca, pero lejos, de calles angostas e iglesia alta, de color terracota, con mucha vida por fuera, pero oscura por dentro, con una cancha desolada a la entrada —donde iban a tirar los cuerpos durante las masacres— con gente que no se molesta en sonreírle a los foráneos y ofrecerles una mirada pícara, vivaz y alegre.
En su vocabulario siempre está el “Contando siempre con Dios”, palabras que pueden alcanzar un gran peso cuando un carro bomba destruye todas tus pertenencias o se te lleva a alguien valioso.
Pero, llegaron personas como el personero del 2004, quien les dijo: “recuerden que la vida sigue, que ustedes tienen más hijos y que otros quedaron huérfanos”, porque esta lucha no es individual, para hacer visible su tenacidad debe ser en grupos, aunque individualmente también se forja el futuro, ¿qué sería de una madre y su hija desplazadas que se decidieran echar al dolor?
Para el 2008, dos años después de la inauguración del Museo Casa De la Memoria en Medellín, se abre el Salón del Nunca Más con el fin de educar, recordar y dignificar. Es dirigido por Gloria Elcy Ramírez, encargada de que los granadinos aprendan cuáles son sus derechos, por qué esos derechos les pertenecen, y cómo les da facultades a las personas para ser honradas.
Por esta razón, se construyen lo que hoy en día son las entidades o los “chalecos”, como les dice Elcy, las cuales forjan lo que se ha construido sobre la memoria histórica, no solo en Granada, sino en todo el país, porque la historia es de todos y todos debemos conocerla y respetarla para que las nuevas generaciones vayan abriendo nuevos caminos, caminos totalmente diferentes a los que ya están constituidos: si somos hijos de la guerra, podemos ser padres de la paz, como decía cierta campaña política.
Las resistencias tanto individuales como grupales han contado nuestra historia, han logrado convencer al Estado, a grupos armados y a las mismas poblaciones, porque resistir es buscar la verdad, denunciar el conflicto, sensibilizar la indiferencia, dignificar la vida y la muerte de quienes sobrevivieron y de quienes el conflicto les arrebató la vida. Aunque es una memoria viva y una guerra en pie de lucha, seguir resistiendo algún día funcionará completamente.
En misa no estaba, cierto y muy bien contado. Debemos resistirnos a la guera y años gobiernos gierreristas que llenas sus arcas personales porque el negocio de la guerra es muy lucrativo.