Columnista:
Johan Sebastián Quintero
Quedando menos de un año para que nuestro presidente acabe su etapa de aprendizaje, la política colombiana se empieza a perfilar de cara a las elecciones del año venidero. Vemos un fenómeno en el que actores, periodistas, delfines y hasta influencers quieren ocupar un cargo público, la tendencia en sus proclamaciones —siendo este un discurso político chiché utilizado desde siempre— es que con ellos se logrará el «verdadero cambio».
El momento histórico en el que estamos es predilecto para que esos aspirantes tengan como mayor propuesta la mutación de la realidad del país. El Gobierno de Iván Duque en palabras del politólogo Ariel Ávila: «ha sido uno de los más cuestionados y más nefastos, ha llevado a Colombia a una de sus peores crisis en su historia reciente». Estas palabras se confirman cuando nos vemos en un escenario en el que la crisis económica, política y social se refleja en las múltiples manifestaciones que dejó el último paro nacional.
Si a esto le sumamos los muy variados escándalos de sus funcionarios como su vicepresidenta vinculada con narcos, su ministro de Defensa que bombardea menores, su Ministra de Tecnologías que pierde 70 000 millones y a su director de la Dian como evasor de impuestos, vemos al muy buen amigo del Fiscal General con una desaprobación del 79 % en la encuesta realizada por Datexco en junio de este año.
Con todo lo anterior, Colombia idea para las próximas elecciones un cambio político de vasta magnitud, partiendo de una mentalidad colectiva de nosotros —el vulgo— que indica que no nos pueden gobernar personajes que no sepan el valor de una docena de huevos, figuras que tengan en sus fincas complejos laboratorios de cocaína, pero, sobre todo, tenemos claro que no podemos tener ministras que no le contesten el teléfono al pobre Juan Diego Alvira.
De esta forma se levanta el complejo escenario político de cara al próximo año, los aspirantes tanto a la Presidencia como al Congreso han sido variados y provienen de muchos ámbitos de la sociedad, hay una riqueza evidente en las formas de pensar de los distintos candidatos. Vemos así personajes que aparentemente pueden renovar los altos cargos de la política, aspirantes como el ingeniero Rodolfo Hernández, el académico Alejandro Gaviria y la defensora de derechos humanos Francia Márquez; son figuras que le pueden dar variedad a la posibilidad de voto y que se desligan del radicalismo que significa elegir entre izquierda o derecha.
La política en Colombia más que dirigir y ordenar el territorio, es una plataforma de enriquecimiento y goce de beneficios a la que muy pocos pueden acceder. Si nos remontamos a las concepciones más puras de la política, según los griegos, está para «construir un nuevo nivel de interacción en el que los hombres se tratarán en pie de igualdad aunque fueran diferentes», pero analizando lo que ha sido la política en el país, la igualdad es lo que menos se logra evidenciar, esto lo vemos en los múltiples privilegios que tienen los políticos: salarios tan altos que llegan a rozar lo absurdo —un congresista gana aproximadamente 37 salarios más que una persona con un mínimo— múltiples primas, esquemas de seguridad que incluyen una camioneta blindada, seguro de vida y hasta tiquetes de avión.
Teniendo las cifras en mano, podemos hacer una comparación que es digna del realismo mágico que Gabo escribía en sus libros: un congresista gana $34 417 000, mientras que una persona con un salario mínimo devenga $908 526 —esta comparación la hemos normalizado y no es nada nuevo— si sumamos los beneficios que tienen los congresistas por ser funcionarios públicos, encontramos que cada uno cuenta con una «Unidad de Trabajo Legislativo»; un grupo de seis personas que los asesoran en sus funciones, que cuesta $43 890 150, otro beneficio más es el alquiler de la camioneta blindada: $11 000 000 (si solo tiene una), sumamos tiquetes aéreos: $5 000 000 y por último seguro de vida… aproximadamente un congresista está costando $94 000 000 mensuales según El Tiempo y claro, esa plata sale del erario público.
Completado la comparación, una persona con un salario básico solo cuenta con un auxilio de transporte de $106 454 que lo deja con un salario de $1 014 980 mensuales. Con esto, entendemos de manera rápida que ser funcionario público en este país es un negocio que renta de buena manera, a esa comparación no le sumamos primas ni negocios ilícitos o cuentas en el extranjero, hablamos solo de congresistas, si llegáramos a mencionar los privilegios del presidente y sus funcionarios, las cifras serían para sentarse a reír. Por todo esto debemos tener la claridad que las intenciones económicas personales de cada aspirante juegan un papel fundamental en las elecciones del próximo año —lo sé, no hay manera de evaluar esto, simplemente queda quitarle ese carácter tan fructífero a la política—.
Con este panorama, es jugoso y apetecible un cargo como funcionario público. Las próximas elecciones se podrían configurar en la entrada al negocio de nuevas personalidades que quieren un poco de ese banquete que los políticos disfrutan. Entrar en ese círculo de privilegios que es gobernar al país desvía completamente las posibles intenciones de cada candidato. Por todos estos privilegios vale la pena mentir —algo común en la política— para lograr ingresar a los más altivos beneficios.
A la hora de evaluar propuestas, es necesario desconfiar de cada candidato, las proposiciones que apuntan a un «verdadero cambio» pueden ser fácilmente una fachada para acceder a ese cúmulo de privilegios. El país necesita un cambio urgente de su realidad, pero va a ser difícil que se dé cuando los ganadores de las elecciones empiezan a ser parte de una estirpe burguesa que poco se interesa por esa plaga que los votaron.