Columnista:
Gyhid Jeswen Rojas Cardozo
Desde el inicio del paro nacional, el pasado 28 de abril, se han visto a lo largo del Valle del Cauca hechos de violencia no solo por parte de la Policía Nacional, el Esmad y el Ejército, también de grupos al margen de la ley que se han aliado a la fuerza pública con el fin de «defender« su territorio de lo que para ellos son vándalos, reteniendo, torturando y asesinando, poniendo así en riesgo a toda la población civil, pues la estigmatización de lo que es un «vándalo» se extiende a todo lo que no piense como se permita y proteste o haga que la demás población note su existencia sin importar que lo hagan por medios artísticos pacíficos o si son niños, jóvenes o ancianos, incluso afectando a personas que no hacen parte de las manifestaciones, pero que con su afectación pueden sembrar, indirectamente, terror en el departamento.
Este método de terror y violencia por el que la fuerza pública se une con grupos ilegales no es nuevo y, vende en la ciudadanía la necesidad de tener una mayor «seguridad democrática» en la que se logre exterminar, a como dé lugar, al enemigo del orden, que finalmente no es más que aquel que no encaja en los lineamientos de una sociedad conservadora y tradicional.
Las diferencias históricas entre Cali y Medellín son bastantes; sin embargo, se hace una mayor referencia a las similitudes que se limitan a los carteles de narcotráfico tan utilizados en las novelas nocturnas que se repiten en los canales nacionales y que buscan que se recuerde esa parte de la historia, pero que deja a un lado la más importante y la que se sigue repitiendo.
Así, en 1978 con la llegada a la presidencia de César Turbay, se expide el Decreto 1923 de 1978, en el cual se criminaliza la protesta y con el cual se señala de guerrillero e insurgente a aquel que se pronuncie contra el Estado, generando estigmatización en el marchante y violaciones de derechos humanos entre las que se encontraban las detenciones y allanamientos ilegales, así lo expresaba el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) en su estudio de 2017: «La política nacional había predispuesto a la Policía a tratar cualquier expresión de inconformidad social como un problema de orden público y el gobierno de Turbay Ayala puso al Ejército Nacional a enfrentarse con los líderes sociales, tratados como sospechosos de actividades subversivas».
No hay que desconocer que los grupos al margen de la ley existían y tenían cada vez más fuerza en algunos sectores; por un lado, las FARC y EPL, en Medellín; y por el otro, el M-19, en Cali, su accionar diferente hacía que empezara una carrera por ver qué grupo podía tener más poder y hacerle frente a un Estado con el que no estaban conformes, carrera a la que luego se unieron los carteles de drogas y las élites del momento. Esta última relación es la que más va a distanciar la historia de las dos ciudades, mientras los carteles en Medellín apoyaban a una población más vulnerable (por una clara conveniencia, pues los beneficios que pudieran brindarles les trajeron múltiples desgracias) el cartel de Cali se aliaba más con este grupo de empresarios poderosos a los cuales les brindaba apoyo y seguridad. Debido a esto, en 1991, los gobernantes de Medellín invitaban a la creación de grupos de «protección barrial» que alejaran a los grupos guerrilleros y de narcotráfico de su diario vivir, mientras que, en Cali, aunque existían, era en menor número y sin registro del apoyo oficial.
Esa lucha de lo ilegal en Medellín se extendió a lo largo del departamento de Antioquia y se vendía la idea de seguridad democrática como la forma en que el ciudadano de a pie podía apoyar a que los grupos con actividades ilegales se terminaran y se construyera, por fin, un país idílico.
El país soñado empezó su construcción de la mano de la Presidencia de Álvaro Uribe y la ministra de Defensa de entonces, Marta Lucía Ramírez, con la operación Orión en la cual jóvenes de la Comuna 13 de Medellín fueron sacados de sus casas y desaparecidos; acusados de ser guerrilleros (aunque no lo fueran) porque con su presencia demostraban que el problema social seguía presente y que era más un plan de limpieza social que de seguridad nacional.
Con la constante presencia de hombres de camuflado, a lo largo y ancho del país, la ciudadanía se convenció de que el problema estaba resolviéndose y las elecciones se tornaban cada vez más favorables para el candidato de la mano firme quien fue reelegido y puso candidatos presidenciales que ganaron las siguientes elecciones. Incluso, con la contundente derrota de Juan Manuel Santos en el departamento antioqueño, cuando tuvo que enfrentarse a Óscar Zuluaga. En Valle del Cauca, Cauca y Nariño, por el contrario, el apoyo a esta idea ha disminuido considerablemente e incluso en las elecciones del 2018 la ventaja porcentual la tuvo Gustavo Petro, con un 51,76 %, 65,09 % y 63,96 % respectivamente, según la Registraduría Nacional del Estado Civil.
Si bien, luego de las operaciones de limpieza y terror de los grupos armados legales e ilegales por dar una mayor «seguridad» y que funcionaron en gran parte del país, en el suroriente no ha pasado lo mismo, lo cual ha venido presentándose como un ataque guerrillero y del narcotráfico, como sucedió en Antioquia, a la comunidad se le pide que ayude a detener estos actos y se repite la historia del departamento paisa, ya no en la Comuna 13, sino con las comunidades indígenas y en las ciudades de Cali, Buga, Tuluá, Popayán, Pasto, solo por mencionar algunos casos.
La invitación ahora es a comprender la historia que ha vivido nuestro país, en la que el odio por quien no encaja ha afianzado una idea de exterminio del otro, donde estar constantemente controlados y limitados se ha unido a una falsa seguridad y la elección de quienes nos representan deberá estar cada vez más ligada a una bandera de democracia y respeto por el otro y no de odio y matanza.
El Valle del Cauca h marcado un hito, pues hemos sufrido la violencia partidista de los años 50 en adelante. Acá casi qu hay mayoritariamente un sentimiento anti-uribista, sin desconocer que hay seguidores de esa secta.
El Valle por ser una convergencia de pobladores que han sufrido la violencia d e todo tipo, tiene arraigado un sentimiento libertario, que choca con las políticas del matarife. No hay ni termino de comparación entre Antioquia, un departamento con doble moral y el Valle del Cauca.
En algunos municipios del norte del Valle, puede haber un sentimiento uribista, pero es minoritario.