Columnista:
Germán Ayala Osorio
Los procesos de transformación ecosistémica que vienen ocurriendo en la Altillanura y en la Amazonía colombiana obedecen a decisiones y acciones que se mueven en el péndulo entre lo legal y lo ilegal; entre lo legítimo y lo ilegítimo. Al final, el sometimiento y la transformación de valiosos ecosistemas naturales-históricos dan cuenta del triunfo de una idea de desarrollo (desarrollismo) que deviene anclada fuertemente a prácticas culturales que, maduradas en el tiempo, permitieron la consolidación de una monocultura “blanca” dominante representada en unas élites de Estado (Miliband, 1970) cuya conciencia ambiental no solo es relativa, sino profundamente ancorada a la decisión, consciente-inconsciente, de haber tomado distancia de la Naturaleza.
Una monocultura, por tanto, hegemónica y que se presenta como sostenible a pesar de la generación y la extensión en el tiempo de conflictos socioambientales que derivaron en procesos de aniquilamiento de aquellas ontologías que no comulgan con la visión asistémica de quienes se inscriben en la monocultura dominante. Hablo de las ontologías de comunidades indígenas y afros y de las prácticas de pan coger y agroecológicas de campesinos minifundistas.
Las élites de Estado en Colombia, rentistas y parasitarias, actúan en y desde esa monocultura asistémica, promoviendo un desarrollo sostenible que, desde la perspectiva económica, resulta viable y posible, pero que al pasarlo por el tamiz de la complejidad y el enfoque sistémico, de inmediato se advierten problemas y dificultades no solo para garantizar un desarrollo que sirva a todos, sino que, y sobre todo, no se convierta en un instrumento que termine la tarea de avasallamiento emprendida desde la llegada de la Modernidad europea.
Las quemas generadas por manos criminales en la Amazonía y en la Altillanura y la llegada de “nuevos” Llaneros (agroindustriales, ganaderos y colonos) constituyen la evidencia de que el proyecto modernizador en Colombia se encamina a imponer en los antiguos territorios nacionales las lógicas de una monocultura insostenible, que se legitima en virtud de la generalizada inconciencia ecosistémica de funcionarios y de las autoridades ambientales de todo orden, de la captura del Estado por parte de élites empresariales (incluye a banqueros y ganaderos) y de una inercia institucional responsable en buena medida de las transformaciones ecosistémicas logradas en otras zonas y territorios del país que hoy afrontan crisis ambientales. Baste con mirar las ya cotidianas emergencias ambientales declaradas en Bogotá y Medellín para entender hacia dónde va el tipo de desarrollo que, de tiempo atrás, se viene trazando e imponiendo en la Amazonía y la Altillanura.
Al final y, gracias a esa monocultura dominante y a la capacidad nominativa del ser humano, la ganadería extensiva y el modelo de la gran plantación que hoy ganan terreno en el sur del país, en breve estaremos hablando de “ecosistemas emergentes”; bajo esta y con esta categoría se obviarán las desconexiones y las rupturas logradas por la vía de la imposición de los monocultivos en territorios en los que sobreviven ecosistemas bajo condiciones rizomáticas complejas, que no advierten o no reconocen quienes agencian los intereses de esa monocultura que arropa a ganaderos, latifundistas y colonos. Ya veremos cómo surgen y se consolidan conflictos socioambientales en esos territorios y se aporta, negativamente, a las crisis climáticas que confluyen en lo que se conoce como cambio climático.
Las únicas y fuertes resistencias a la consolidación de esa monocultura “blanca” corren por cuenta de indígenas y afros. Al resto de la sociedad mestiza de Colombia poco le interesa lo que viene sucediendo en el sur del país. Y es así, porque nos enseñaron a renegar de nuestros propios orígenes y de los procesos de mestizaje vividos.
Fotografía: cortesía de Aclímate Colombia