Columnista:
Julián Bernal Ospina
Como estamos en épocas de predicciones, tal vez Augusto Monterroso al escribir el cuento más corto del mundo (que dice así: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”), había profetizado sobre la renovada política colombiana: algunos políticos nuestros podrían ser parte, sin ningún problema, de cualquier parque jurásico. Por lo demás, el que más suena por estos días es el indómito empresario Rodolfo Hernández.
Yo confieso que había querido olvidarme un poco de todo lo que sonara a política. Sin embargo, me impactó el que ese extraño señor tuviera alguna posibilidad de llegar a la Presidencia. Quise dormirme para evadir la realidad. Después de la siesta, cuando me desperté, el ingeniero Rodolfo Hernández todavía estaba allí. Es más, me miraba con mayor entusiasmo. Logré ver en él que se había pintado más las canas, pues no tenía esa maraña de blancos y pardos que antes no lograban ocultar la abundante calvicie. Los pómulos anchos me revelaron un toque muy francés al estilo de los recientemente fallecidos hermanos Bogdanoff. Los dientes blancos y pulidos me sonrieron como los de los influencers de ahora: dientes que no parecen estar hechos para comer, sino para alumbrar.
Después comprendí que aquel dinosaurio nada más podía sobrepasar la extinción a través de esos retoques. Como buen político, el ingeniero ha debido no solo cambiar su rostro, sino su discurso: ya no puede tildar a las personas que compran sus apartamentos como «hombrecitos» que le pagan intereses 15 años. Tampoco puede agredir a quienes le hacen oposición con puños, al mejor estilo de «le voy a dar en la cara, marica». Ha debido aplicarles bótox a sus palabras, no vaya a ser que por su septuagenaria edad no solo lo tachen de dinosaurio, sino de tiranosaurio: una mezcla de tiranuelo criollo y viejo, al que los nostálgicos de las dictaduras quisieran ver en el poder.
Pensé después que no había nada más perverso que un veterano que quisiera aparentar ser un adolescente. Entonces recapacité y concluí que eso era igual de dañino que un joven que se hiciera pasar por viejo, a pesar de que ni su edad mental ni su apariencia le ayuden mucho en ese propósito. Por ejemplo, jóvenes que tengan que pintarse las canas o que se dejen crecer la escasa barba para fingir madurez. ¿Pura coincidencia? No lo creo. La lista es larga como la cola de un tiranosaurio. Seguí pensando –o queriendo pensar– y, con base en la idea anterior, me dije que no solo hay dinosaurios por la edad; también los hay jóvenes con ideas prehistóricas, como el joven presidente que padecemos hoy, cuya presidencia, con ayuda de la fortuna, está a punto de extinguirse.
Ahora bien, ¿qué hace un tiranosaurio en la campaña política colombiana? Pues emular, como buenos colombianos que somos: copiamos y copiamos, que para eso sí que somos buenos. No es ajena al continente la figura de un hombre venido del mundo empresarial, que cree estar sobre el bien y el mal porque ha acaparado un gran capital quién sabe si por juego sucio, y que dice lo que aparentemente le venga en gana. Como un viejo hombre retocado, con peluquín amarillo y labios que pretenden ser sensuales, más con apariencia de lavadora con esmoquin, miembros y cabeza que persona.
Sí, señores: la copia colombiana del burdo Trump, también ayudado por el mágico oficio del bisturí. Por eso el empresario Hernández dice ser distinto a todos esos políticos, aunque sea lo mismo, solo que peor: Trump acuñó esa fórmula, la del rico desadaptado que critica a la clase política tradicional, pero que resultó pertenecer –tanto él como el de aquí– al arcaico mundo de los fósiles que vituperan.