Hay nubarrones en el cielo de la capital y el viento amenaza con desgarrar las banderas que penden del Capitolio.
Iván sale de San Carlos, el viejo Palacio presidencial. Camina sobre una alfombra azul (todo en él ha girado a la derecha), al lado de María y sus tres hijos: Los niños creen que juegan un juego aburrido de gente grande. Iván —dicen los agudos reporteros en sus informes— jugó de pequeño a ser presidente, ahora la nación hace realidad su sueño de infancia.
Por tradición y según ordena la ley, lo recibe en la calle una delegación de congresistas de la nueva coalición de gobierno. En su apresurado saludo le dan a entender que, sin ellos, todo su poder será inútil. El jefe de protocolo se incomoda, hay que apresurar el paso para llegar pronto a la ceremonia, los invitados de importancia esperan.
Nada parece perturbar el momento de Iván, excepto por la llegada de Palpatine, su mentor, quien se entretiene en otra esquina tomándose selfies con su abundante
Iván arriba, por fin, a la Plaza de Bolívar. No es un presidente tan joven como lo fue el propio Libertador, ni tan decrépito, se reconforta, como el octogenario Sanclemente. Tiene media vida por delante, suficiente, al menos, para una reelección.
Comienza el acto de posesión. Suena el Himno, ¿cesó la horrible noche? ¿La humanidad comprende las palabras de quien murió en la Cruz?
Iván toma posesión: Alza su mano derecha, jura ante Dios y ante el pueblo. Intenta bajar la mano, comprende, solo ahora, que todo juramento es vano. Le es impuesta la banda presidencial, recuerda su propia figura días atrás, frente al espejo, mientras se hace a la idea de que está entrando en la historia.
Marta, la primera vicepresidenta de la vida de la República, jura ante Dios y ante el pueblo, con la voz temblorosa e ilegible por las corrientes de viento. Después de todo, ninguna mujer se había atrevido a tanto en este reino de machos, aristócratas y gamonales.
Macías, el presidente del Congreso, invita a rendir honores al más grande colombiano del siglo XX y de lo que va de esta centuria. La multitud de la Plaza se levanta, aplaude. Se han necesitado ocho años para recapturar todo el poder.
En un discurso sin precedentes, ante delegaciones venidas de todo el continente, Macías le recuerda a los colombianos que es mejor la mentira y la venganza, que la verdad y la concordia. Ese ha sido un método efectivo para gobernar en los últimos 200 años.
Iván lo mira con el rostro atribulado. No ha luchado tanto para que alguien del partido «no cuide las comunicaciones».
Iván piensa, quizá, cuánto ha necesitado para llegar hasta aquí: nacer en cuna de oro, un padre gobernador y ministro, cambiar de partido, abandonar viejas ideas demasiado liberales y garantistas, promover un no a la paz, reconocer como norte moral al senador Palpatine y abrazar el lado oscuro de la fuerza.
Su discurso acude a lugares comunes que buscan apagar la tormenta que ha producido quien le ha antecedido en el uso de la palabra: la unidad nacional, la deposición de los odios, el no reconocimiento de enemigos, la reconciliación definitiva.
Hay que pronunciar frases efectistas, muchos le han elegido para que garantice lo que dice el escudo de la nación: orden. Se anuncian reformas de todos los poderes, lucha frontal contra el crimen y la corrupción, nuevas medidas económicas, revivir la decimonónica cadena perpetua, dar un paso adelante en un país que se haya siempre al borde del abismo.
Aunque ya parezca un exceso, un énfasis incesario que en el fondo quisiera obviar,
La lluvia ha golpeado con fuerza durante la ceremonia. Ancianos memorables sostienen, con sus manos temblorosas, los paraguas que insiste en llevarse el viento. Ya muchos han huido de la Plaza para refugiarse bajo los techos del Palacio Liévano. Un temblor de seis grados en la escala de Richter, ocurrido en horas de la mañana, anuncia que estos también serán tiempos turbulentos.
Iván camina hacia la Casa de Nariño, saluda con cortesía al viejo presidente y a su familia. Juan I devuelve el saludo con la expresión de quien deja en manos de su adversario un barco antiguo, algo desvencijado y difícil de dirigir.
El viejo presidente se marcha a su exilio obligatorio. Iván entra al Palacio, es hora de gobernar… En algún lugar del Capitolio, reunidos en torno a Palpatine, los vencedores celebran, se burlan de sus adversarios, elogian el discurso de Macías y preparan su próxima jugada.
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Imagen tomada de: Sputnik Mundo