En esta época de opiniones inmediatas que reflejan lo muy superiores que nos sentimos, parece que resulta muy fácil llegar a la celebridad a través del ridículo. Y empiezo a pensar que tener un espacio en la mente de colectivo es un activo muy valioso.
Hay personas que se hacen famosas, o muy conocidas, en una semana son aquellas que han cometido un tamaño acto de desatención o falta de cultura general en un escenario público que permite su difusión, y son menos célebres quienes han pasado toda una vida cultivando un arte o habilidad que los lleva a éxitos de gran calibre. Apostaría a que la mayoría de las personas alfabetizadas de Colombia tienen más claro quién es Epa Colombia que Sofía Gómez, o que quizás recuerden más claramente a la aspirante al reinado que hablaba inglés, pero despacito, que a la ganadora del certamen de ese año.
Hay otros ascensos a la fama, que pasando la hilaridad del ridículo público, son más preocupantes. El actual presidente de México, por ejemplo, quien pasó de ser conocido únicamente en el Estado de México (una de las entidades federativas con más problemas de inseguridad y violencia de género) a ser el candidato presidencial que no pudo nombrar correctamente tres libros con sus autores en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara; o la aparición de Óscar Iván Zuluaga en la palestra política, que pasó de un funcionario relativamente desconocido a un hazme reír en la esfera internauta.
La diferencia entre “el del tapabocas” y el actual presidente de México, es que el primero decidió cambiar de trabajo y ciudad de residencia, el segundo tuvo un asesor de campaña e imagen pública conocido en Colombia que capitalizó el reconocimiento que obtuvo para darse prensa gratuita y usarla en las urnas con éxito arrollador.
El camino al imaginario colectivo de esos personajes tiene por vehículo nuestro impulso a señalar el ridículo ajeno, el odio a lo que consideramos equivocado, y en la era de la corrección política vía más frecuente de esos básicos deseos está en la ridiculización.
Como dice el dicho popular: pasaron del anonimato al desprestigio, y, aparentemente, salir del anonimato es el objetivo que no parece discriminar ningún medio.
Lo más aterrador es que la estrategia funciona: después la gente considera la cara conocida, sin importar porqué, sobre las demás. No es para nada ético usar medios engañosos para darse a conocer, pero tal vez los aspirantes a cargos de elección popular con programas decentes de gobierno deberían considerar cometer alguna idiotez dentro de lo legal, para que queden en la fugaz y corta memoria del pueblo que pretender servir y mejorar.
Y pienso primero en lo que podrían hacer los dirigentes, antes de lo que podríamos hacer como pueblo: eso como tener memoria, investigar lo que propone la persona que votaremos, identificar la corriente política a la que se adscribe la candidatura.
Pero esos cambios de hábitos, para cambiar el famoso “mejor malo conocido” están fuera del alcance de esta generación: ya nos fuimos por el barranco. Tal vez la siguiente generación tenga la oportunidad de construir un criterio más consistente del sistema democrático que nos han descrito, pero nunca visto en funcionamiento.