Cae el telón de este 2017 y queda un sin sabor por el tortuoso proceso que sufrió la implementación del Acuerdo Final negociado en La Habana y firmado en el Teatro Colón de la capital del país. Son varias las conclusiones que se pueden sacar de dicho proceso: la primera, que no hay, dentro de los poderes públicos y al interior de la institucionalidad pública, una única noción de Estado. Especialmente, una noción de Estado que permita pensar en la posibilidad de consolidar uno que no solo sea viable, sino justo, legítimo y perenne.
A juzgar por los fallos de la Corte Constitucional y las actuaciones de los congresistas, el Estado deviene en una suerte de abstracción que cada uno de los agentes de las corporaciones involucradas en los trámites de la implementación del Acuerdo Final, interpreta a su manera, antojo y amaño.
Y esto es muy grave para el funcionamiento tanto del mismo Estado, como del propio sistema democrático; pero esta situación resulta perfecta para el Régimen, como diría Álvaro Gómez, pues este es finalmente el que determina qué se hace y qué no se hace. Y al Régimen poco le interesa ampliar la democracia y darle voz a las víctimas, por ello se negaron las 16 curules. Y menos aún, le interesa que haya un Estado consolidado. El que sirve es el actual: privatizado, no homogéneo y con presencia diferenciada en el territorio como diría Fernán González.
Dijo en su momento Álvaro Gómez Hurtado, asesinado por agentes del mismo Régimen del que él, curiosamente, se benefició: «El régimen transa las leyes con los delincuentes, influye sobre el Congreso y lo soborna, tiene preso al Presidente de la República…Samper es una persona llena de buenas intenciones, pero está preso por el establecimiento. No puede hacer nada, está rodeado de intereses creados. Con los jueces pasa lo mismo… El régimen es un conjunto de complicidades. No tiene personería jurídica ni tiene lugar sobre la tierra. Uno sabe que el Gobierno existe porque uno va a Palacio y alguien contesta, que resulta ser por ejemplo el Presidente de la República, y va al Congreso y ahí sale su presidente, pero el régimen es irresponsable, está ahí usando los gajes del poder, las complicidades. El Presidente es el ejecutor principal del régimen, pero está preso. A mí me da pena repetirlo, pero el Presidente es un preso del régimen. El régimen es mucho más fuerte que él, tiene sus circuitos cerrados, forma circuitos cerrados en torno de la Aeronáutica Civil, de las obras públicas, de los peajes, y en ellos no deja entrar ninguna persona independiente”. (Revista Diners 303, junio de 1995).
La segunda conclusión a la que se puede llegar a partir de lo ocurrido con los ajustes y modificaciones que sufrió el Acuerdo Final en las señaladas instancias, es la enorme e insondable distancia que subsiste entre el Estado y la Sociedad. Lo que se traduce en una idea pobre que tiene la mayoría de los colombianos alrededor de asuntos públicos.
Y quedó claro que el conflicto armado interno y su finalización (con las Farc, por lo menos) por la vía de la negociación política, jamás alcanzó el suficiente carácter y estatus de asunto público que permitiera que en estos temas confluyera el grueso de la sociedad para discutirlos con seriedad.
Y allí, el Régimen de poder viene haciendo sus “aportes”, asegurando, por ejemplo, altos niveles de ignorancia en millones de colombianos que no dimensionan el hecho de que un Gobierno, en nombre del Estado, haya puesto fin a un degradado conflicto armado interno. Claro, no podemos olvidar que no se negoció lo estructural, es decir, aquello que permitiera desmontar el actual Régimen de poder.
Una tercera conclusión va en el siguiente sentido: el papel de la Gran Prensa fue determinante en la incomprensión social del Acuerdo Final. Noticieros privados de televisión como RCN, Caracol y CM&, así como los programas radiales La FM y La W, fueron inferiores a la exigencia ética que les hizo y hace aún un proceso de negociación política con el que se puso freno a una máquina de guerra y de producción de víctimas.
Al conocer muy bien a sus audiencias (ignorantes y poco conscientes de lo que significa ser ciudadano), estas empresas mediáticas actuaron de acuerdo con los intereses económicos y políticos de sus propietarios, los mismos que sostienen a este Régimen oprobioso que guía el actuar del Estado privatizado y que mantiene una democracia restringida y temerosa de abrirle espacios no tanto a las víctimas de los actores armados, sino a aquellos ciudadanos cercanos al pensamiento de una Izquierda que sigue haciendo parte de esa noción de “enemigo interno” al que hay que someter, perseguir y aniquilar, a pesar de vivir en tiempos de paz y posacuerdos.
Porque la preocupación por aprobar las 16 curules giró y gira aún en torno a que a la Cámara de Representantes lleguen las ideas de ciudadanos incómodos: campesinos y específicos sectores étnicos. Esos mismos que el centralismo bogotano y la cultura dominante («blanca»), odian y desconocen.
Y esa manera, el sueño de una paz estable y duradera quedó sujeto, como lo fue la permanencia del conflicto armado interno, a lo que el Régimen dijo que había, existía o no existía; y en adelante, qué se puede hacer, transar, negociar y qué no. Así estamos.