Columnista
Fredy Chaverra
Comenta Jorge Rojas que en cierta oportunidad el presidente Lula da Silva visitó a Petro cuando era alcalde de Bogotá y de un zarpazo le preguntó: ¿ya sabe quién lo va a suceder?. El Petro alcalde se quedó en blanco y pocos años después, cuando terminaba su mandato con un lánguido 32% de aprobación en las encuestas, no tuvo la capacidad de dejar un sucesor en el Palacio Liévano. A última hora se montó en el tren de Clara López para descarrilarse en un tercer lugar. No tuvo de otra que entregarle el poder a Peñalosa, quien, sin despertar emoción, se alzó con la victoria solo atizando el eslogan “Recuperemos Bogotá”.
Creería que el Petro presidente aprendió de esa lección y tal vez eso explica su obsesión por marcar línea de cara a las presidenciales del año 2026.
Porque entre las principales preocupaciones del presidente se encuentra “volver a ganar” y dejar en el solio de Bolívar una sucesora -preferiblemente- o un sucesor -si no hay de otra- bastante obediente; o cuando menos, dispuesto a consolidar y profundizar el “cambio”. Fue la misma preocupación que le asistió a Duque desde mediados de 2020 cuando su mentor patentó el “Ojo con el 22”. Para ese momento -con Duque convertido en el presidente más impopular desde Pastrana- ya se empezaba a hablar del juego que tendría el “posuribismo” en un proceso electoral que a la postre perdió estruendosamente.
Y a dos años de volver a las urnas, tiene sentido analizar el rol que tendrá el pospetrismo en un proceso electoral en el que se jugará el todo por el todo para no perder estruendosamente.
Con pospetrismo hago referencia a las eventuales dinámicas organizativas de la izquierda sin Petro en el tarjetón; es decir, sin la presencia en primera línea de un caudillo que arrastre el voto de opinión para favorecer listas cerradas en unas elecciones primarias y que sobre la base de su prestigio personal garantice un pase a segunda vuelta. La pregunta que emerge es: ¿Cuál será la capacidad electoral de la izquierda sin la presencia tutelar de Petro? Un verdadero reto, ya que, precisamente amparado en su prestigio personal, en la última década Petro se convirtió en el “alma y nervio” de una izquierda pragmática con vocación de poder.
Su éxito en el 2022 se debió tanto a su capacidad para aupar a la casi totalidad de la izquierda histórica y emergente a su alrededor -con excepciones más bien poco notables-, como al relacionamiento estratégico que construyó con operadores políticos experimentados y con sectores de centro que se sumaron en segunda vuelta.
De cara al 2026 la izquierda deberá resolver la siguiente cuestión existencial: cómo seguir adelante sin esa estrategia. Con varios agravantes; primero, la imposibilidad de presentarse como Pacto Histórico desde una lista en coalición al Senado; segundo, la disyuntiva de continuar con las listas cerradas -que vale decir en cuanto a calidad de representación no ha funcionado del todo – o abrirlas para fomentar una competencia por el voto de opinión entre partidos pequeños y medianos; y tercero, encontrar un candidato que pueda generar confianza más allá de la izquierda y que neutralice en primera persona los escándalos de corrupción del gobierno.
Personalmente, creo que la candidata que el presidente tiene en el corazón es la senadora María José Pizarro.
En su perfil y trayectoria Pizarro reúne condiciones que seguro le dan parte de tranquilidad a Petro, aunque si resulta siendo la elegida, la senadora deberá cargar con el buen viento de los resultados y con el lastre del desprestigio; además, como punto de partida tendrá que precisar hasta dónde llega su capacidad de liderazgo -dado que su única experiencia política se limita al Congreso- y empieza la influencia de Petro. Eso lo sabremos desde su campaña -o de quien sea termine enarbolando las banderas de la izquierda-, ya sea que se construya bajo el mote caudillista de “La que dijo Petro” o como el rostro de una izquierda que busca profundizar las ejecutorias; y a su vez, hacer ajustes.
Porque si de algo estoy seguro es que en la campaña del 2026 el cambio volverá a emerger con intensidad, y no es el cambio del Gobierno del “cambio”, no, no me refiero a eso, sino el cambio en los métodos y prácticas de la política tradicional de los que también se ha valido este Gobierno y que harto hastió, desilusión y apatía generan entre los colombianos. A lo que se agrega el desgaste de un presidente que se posesionó con unas altísimas expectativas -muchas ya incumplidas- y cuyo estilo de gobierno desde la inmediatez de X ya genera cierto tedio.
Las eventuales movidas del centro también resultarán interesantes de analizar en el pospetrismo, puesto que sin el respaldo de una porción de ese centro a la izquierda no le hubiera alcanzado para alzarse con la victoria en el 2022, pero ese respaldo decisivo, por obra y gracia de las “circunstancias”, ya es historia patria. Aunque desde su lógica adaptativa no dudo de que el centro se moverá ante la opinión pública entre la oposición descarnada y cierto continuismo vergonzante.
Habrá que ver si en un escenario de segunda vuelta el centro y la izquierda se vuelven a encontrar en la extrema necesidad -ante la amenaza de un candidato o candidata de extrema derecha-, aunque eso implique, debido a la fuerza de las “circunstancias”, sacar a Petro de la estrategia y que la izquierda ceda como vagón de cola para el centro.
Sé que para estas fechas plantear esos escenarios resulta prematuro, pero desde ya la izquierda se tiene que empezar a sacudir de la alargada sombra de Petro, o si no, solo quedará relegada a convertirse en el soporte político-partidista de un caudillo que más temprano que tarde entrará en declive.