Por estos días, ya varias veces me han sorprendido con una pregunta que no deja de ser un tanto extraña. Me preguntan que si yo odio, o si tengo algo personal en contra del candidato presidencial del Centro Democrático, Iván Duque. Responderé esa pregunta siendo absolutamente franco: NO, no tengo nada en contra de él. Porque reflexionemos un poco, ¿quién podría odiar a un títere?
Títeres: hechos para divertir o para aterrorizar, y mucho me temo que Iván es más para lo segundo, pero no le quitemos méritos, es verdad que ya bastante nos ha divertido con sus canas pintadas y cuando dice que el ocio embaraza a las mujeres.
Esta versión 2.0 del uribismo, con muchas cuentas por ajustar y más huérfana de poder que nunca, encontró en el pobre Iván la carátula ideal para un proyecto político que no deja de tener un tufo perverso. Como al hombre nadie lo conocía –fue senador con curul obsequiada-, el electorado no lo asocia con los muchísimos escándalos que salpicaron al uribismo en el pasado (Secreto: por alguna razón, se nos olvidó que Duque estuvo en reuniones con Odebrecht); además, con su juventud, disimula el carácter retardatario de sus propuestas y en general, del proyecto político del uribismo. Todo esto sin mencionar que ya Iván ha demostrado que el papel de títere no le queda grande, puesto que ya ha cedido en materia ideológica para complacer a extrema derecha que tanto abunda en su partido.
Pensemos ahora en un eventual gobierno de Duque: el posible gabinete me desvela -con los Alejandro Ordóñez, los Fernando Londoño Hoyos, los Alfonso Plazas Vega, entre otros -; el único criterio para tomar decisiones sería una llamada telefónica, gran gracia; y no hablemos de la bien sabida persecución del uribismo contra todos aquellos que no reciban sus políticas con un aplauso.
Con ese panorama, que hace equilibrio entre la frustración y la tragedia, resulta increíble que los colombianos tengamos tantas ganas de relegir a Uribe en cuerpo ajeno, porque así será: es de luces muy discretas quien crea que Iván Duque podría gobernar de manera autónoma.
La vida del candidato está llena de deudas y de paradojas. Le debe la infancia al papá, que fue un político; la juventud a Santos, que le dio su primer trabajo; y la adultez a Uribe, que le dio una curul y ahora lo viste de candidato. Duque era un santista que, por los ires y venires de la política, se volvió uribista. Si tan solo él hubiera persistido como santista, con toda seguridad sería un defensor férreo del proceso de paz, llevaría en su traje una palomita de la paz y, por qué no, sería viceministro de cualquier cosa. Pero no, hoy es candidato a la presidencia, y no quisiera hablar de sus méritos para serlo, porque me vería en la obligación de dejar tres renglones en blanco, y no quiero pasar por malaleche.
Termino diciendo que Iván está exento de toda responsabilidad: no se juzga al revolver sino a quien lo dispara. Al fin y al cabo, al candidato Duque, como buen títere: lo pensaron, lo armaron, lo pusieron a aprenderse un libreto, lo pondrán a hacer cualquier barbaridad que se le antoje al titiritero, y cuando ya no sea útil lo van a desechar, y si no me creen, pregúntenle a Oscar Iván Zuluaga o a Andrés Felipe Arias. Si Duque es elegido como presidente, no solo tendremos a un títere en el Palacio de Nariño, sino que también haremos la hazaña de tener a un presidente, no presidenciable.
Nota: Con la reciente anexión de sectores cristianos a la candidatura de Duque, está cada vez más claro que él va a defender la mal llamada protección de la familia, que en realidad, es una lucha contra los derechos.
Fotografía cortesía de ABC.es