Columnista:
Juan Alejandro Echeverri
Esta columna también podría llamarse un panel, foro, taller, charla, o festival de periodismo de los que cada vez se hacen con más frecuencia en Colombia, Latinoamérica y el mundo.
El problema, hoy más que nunca, hoy más que siempre, es el futuro. Y, como bien lo dijo el periodista argentino Cristian Alarcón, “pensar el futuro del periodismo es el ejercicio que nos obliga a pensar primero el mundo”.
De un tiempo para acá, son sinónimos la palabra periodismo y la palabra crisis. Justo cuando el periodismo lograba reacomodarse e interpretar la irrupción tecnológica y las nuevas formas de producción y acceso a la información, cuando patentaba procedimientos “innovadores”, y lograba existir a pesar de las precarias condiciones económicas, el coronavirus nos anuncia que una nueva crisis está por venir. Eso, aunque no parezca, nos preocupa porque pareciera que después de cada crisis el periodismo tiene más capacidad para prevenir la próxima crisis, pero menos fuerzas para afrontarla(s).
Pensadores, filósofos y expertos de diversos campos anuncian también, querámoslo aceptar o no, un nuevo paradigma social, una sociedad hecha con otros ingredientes. Dicen que el modelo de producción debe cambiar, lo ideal sería que con él cambiara la producción informativa de los medios. Devenidos a fábricas preocupadas por producir más en menor cantidad de tiempo, sin importar la calidad ni la utilidad, ni la necesidad e interés de quien consume —es decir, compra— su producto.
Leila Guerriero, ese tótem del periodismo latinoamericano, le dijo hace unos años al periodista español Alfonso Armada, que: “El periódico es una cosa extraña. Es casi un milagro que hayan convencido a la gente de que la realidad cambia todos los días. Y de que entonces hay una portada distinta todos los días, y que eso hace que ese día sea completamente distinto al día anterior. Cualquiera que se haya ido de vacaciones una semana, un fin de semana, dos meses afuera, y no haya mirado periódicos (…) se da cuenta que uno regresa y encuentra las cosas paradas en el mismo punto que las dejó. Yo creo que el periódico debería salir solo cuando pasa algo de verdad importante, y la verdad es que pasa algo importante muy cada tanto. La idea de que el periódico debe salir todos los días es como rara, y ahora además ya no salen todos los días sino que sale todos los minutos”.
La mayoría de los medios ya no producen información, producen basura cibernética, ruido, mucho ruido en un mundo aturdido que necesita claridad, filtros. Un medio es hoy un sujeto desesperado que hace todo el ruido posible, de todas las maneras posibles, para que le concedan unos minutos de atención.
Pere Ortín, quien además de dirigir la revista Altaïr Magazine se dedica a pensar el periodismo como si fuera un arte no menor, recomienda reconocer que “estamos metidos dentro de un tsunami de aceleración completa de la actualidad todo el tiempo que es imposible de aguantar. Realmente ¿necesitamos tanto de todo, todo el día, todo el rato, a todas horas? La respuesta es no. Pasa por un decrecimiento importante en el ecosistema de medios, de historias, de noticias, porque si te das cuenta no nos acordamos de ninguna noticia de ayer (…) Si lo lleváramos a la nutrición lo que nos pasa es que ahora somos obesos de información. Necesitamos plantear una dieta estricta de información y bien equilibrada para reducir nuestra ingesta informativa de forma clara, manifiesta y total, porque será la manera de reducir el colesterol y las grasas que a nosotros nos llegan en forma de fake news”.
¿Desde ya —antes de que la crisis estalle en nuestras casas y en las salas de redacción— seremos capaces de llevar la información periodística a sus justas proporciones? ¿La información periodística tiene justas proporciones?
La crisis era, es y será económica, las cuentas no dan; pero también era, es y será de credibilidad, la gente no nos cree —entre otras cosas porque cree lo que quiere creer—, y tampoco nos considera útiles ni para su vida, ni para la democratización de la democracia.
Pero así como el virus sorprende a la ciencia, también sorprende al periodismo. El coronavirus logró que los lectores, oyentes y televidentes, quienes a lo largo de estos años fueron a la baja, durante las semanas de confinamiento cotizaran al alza, hasta llegar a cifras que los medios creían cosa del pasado.
Sin embargo, el aumento de la audiencia no trajo consigo un aumento de los ingresos. En comparación con el primer trimestre del año pasado, según el portal español Digimedios, los ingresos publicitarios de los medios españoles cayeron un 13 %: 23 % en los medios impresos, 19 % en la radio, y 5 % en la publicidad online.
Sobran los casos de medios que logran nadar a contra corriente y no mueren en el intento, pero el grueso del periodismo, el periodismo masivo, sigue siendo esclavo de sus pautantes, quienes además de pautantes son dueños de emporios económicos que juegan ajedrez con el poder. Según el primer mandamiento periodístico, los medios deberían entonces vigilar y cuestionar a su patrón. Decir lo que el pautante —plata en mano— no quiere que sea dicho.
Los que tienen en sus manos las riendas del mundo saben que los medios, valga la redundancia, son un medio para obtener o para mantener el poder. Para gobernar un país primero hay que gobernar los medios. Por eso la farándula periodística es invitada a los brindis político-económicos que se realizan en el prestigioso Club El Nogal de Bogotá, y el periodista que también es cuñado del presidente, o la periodista que también es esposa de un ministro, encarrilan a diario la opinión pública en horario prime time.
Para Pedro Vaca, director de la Fundación para la Libertad de Prensa, “los medios no nos salen caros por lo que dicen, sino por lo que dejan de decir”. Si un algoritmo económico o ético le permite a los medios emanciparse del poder, dejarán de ser los medios los primeros en coartar el reclamado derecho a la libertad de expresión.
Resuelto ese problema de patronazgo, corresponde preguntarse si los periodistas estamos capacitados para ser las veces de curiosos intérpretes en el momento que sucedan esas cosas importantes de las que hablaba Leila. Si el periodismo ya derrotó el falso dilema de la subjetividad, está maduro para aceptar que nuestra función en el mundo no es simplemente “informar”. El mundo es lo que nosotros —los medios— hemos inventado, y lo que hemos dejado que otros inventen con nuestra complicidad.
En el prólogo de Entrevista con la historia, la subvalorada Oriana Fallaci dice sin pudor alguno que: “Yo no me siento, ni lograré jamás sentirme, un frío registrador de lo que escucho y veo. Sobre toda experiencia profesional dejo jirones del alma, participo con aquel a quien escucho y veo como si la cosa me afectase personalmente o hubiese de tomar posición (y, en efecto, la tomo, siempre, a base de una precisa selección moral) (…) Se puede fotografiar, filmar, grabar en cinta, como las entrevistas con los pocos que controlan el mundo y cambian su curso. Se la puede difundir en seguida, desde la prensa, la radio, la televisión. Se puede interpretar y discutir en caliente. Amo el periodismo por esto. Temo al periodismo por esto. ¿Qué otro oficio permite a uno vivir la historia en el instante mismo de su devenir y también ser testimonio directo? El periodismo es un privilegio extraordinario y terrible”.
Somos la consciencia colectiva de la historia. Y la “historia” que tenemos ante nosotros exige una mirada franca y gallarda, que se haga cargo de lo que nos corresponde y de lo que somos capaces.
Desandaríamos el camino si cuando todo esto pase —si es que algún día llega a pasar—, seguimos creyendo que las penurias del periodismo se resuelven con dinero, de la misma forma que se soluciona todo en un modelo que se supone va en decadencia. Quien se aferra y se escuda en los problemas del pasado, tarda el doble en encontrar las soluciones del presente, y corre el riesgo de encontrarlas tarde.
Lo únicos que pueden salvar el periodismo son los periodistas que sospechen de cada respuesta que no admita —ni proponga— otra pregunta. Y los únicos que pueden salvar los periodistas son los lectores, los oyentes y los televidentes. Piglia, en sus diarios, decía que eso era narrar: “Tirarse al vacío y confiar en que algún lector lo sostendrá en el aire”. El periodista estadounidense Walter Lippmann también lo había advertido el siglo pasado: “Un cuerpo de lectores que te respalda en lo bueno y en lo malo es un poder más grande que el poder que puede ejercer cualquier anunciante, y un poder suficientemente grande para doblegar a una alianza de anunciantes”.
Los hechos son una cadena de consecuencias. Hay quienes dicen saber que todo está por pasar, que algo muy grande está por pasar. Nosotros, los mensajeros del poder, le hemos prometido al mundo que todo está por pasar, que algo muy grande está por pasar. Se nos olvida que esperar que algo pase, es la manera más práctica de lograr que nada pase.
Hace unos días le preguntaron a Matías Almeyda qué nuevo humano iba germinar después de esto, y el exfutbolista argentino respondió: “En la Segunda Guerra Mundial murieron 55 millones de personas y la humanidad sigue igual”.
¿Qué importa si por la crisis económica poscoronavirus desaparece otro medio masivo o alternativo? El mundo seguirá igual.