El Peñol, pueblo comprado de una novela ejemplar del realismo mágico y rescatado del feroz discurso del supuesto desarrollo, ha sido fiel sobreviviente de la política del cemento, esa que nos hundió bajo una maquinaria violenta donde prima lo “sustentable” por encima de lo sostenible.
Es un pueblo oprimido que supo renacer, aunque, paradójicamente, siga bendiciendo a algunos de sus verdugos. No supimos que con el viejo pueblo fue sumergida parte de la identidad levantada por varios siglos, para ostentarse una nueva que apenas se construye con el esfuerzo heredado de varias generaciones. Muestra de ello es que el ideario colectivo nombre los emblemas de esta población bajo las designaciones de Embalse de Guatapé y el Peñón de Guatapé, y termine siendo una efímera ráfaga en el registro geográfico de nuestros manuales.
Pasamos de la encantadora arquitectura de los balcones con portentosas plantas descolgándose de los barrotes y de las casonas tradicionales, a una lejana prolongación urbanística de Medellín con un trazado desordenado donde la plaza pública, si es que la hay, parece levantada con la intención de que los peñolenses, peñoleros o peñolitas no tengan un punto masivo de encuentro alrededor de su epicentro de fe; tal vez esto será una forma de control político.
La piedra, si bien es una propiedad privada, solo se conserva en el nombre del pueblo y les ha costado a algunos comprender que es a partir de la inversión cultural donde se teje esa identidad que fue vulnerada; pero, más allá de una voluntad política manifestada por algunos dirigentes, se requiere que el rubro destinado para la cultura sea primordialmente considerable si se piensa en un relieve significativo del patrimonio. A veces el problema ni siquiera es de los organismos locales, pues estos se enfrentan a un monstruo sistemático que ha sumergido a nuestros ideales en una tecnocracia a la que poco o nada le importan la ecología y la cultura.
Y este ideal no se mide en el dinero que se destine para los proyectos, sino en el diálogo y una acuciosa búsqueda de oportunidades para que el talento haga lo que mejor sabe hacer: tejer memoria. Y sí que lo hay, no hay que rebuscar mucho para encontrar en esta aldea querida artistas de distintas ramas, mírense ejemplarmente los artistas plásticos, La Nave de los Necios y el Teatro Encarte, que con las uñas tratan de lograr lo que el sistema burocrático les niega, sin desconocer las iniciativas de algunos entes que se han metido en el cuento. Por ejemplo, recuerdo haber grabado un poema que, bajo la calidez de lo simple con el apoyo de Ecoaventura, es una propuesta de unos muchachos llenos de verraquera y con los más nobles deseos de aportar en esta prédica de la cultura.
Además, cuento la grata experiencia de ser jurado en un reciente concurso literario donde lo que resalto no es haber tenido el honor de fungir en tal calidad -que aún discuto merecer-, sino que en él participaron niños, profesionales, aficionados y campesinos; pero ahí no para la cosa: fue llevado a cabo por una entidad que no tiene por consecuencia directa el producto cultural, bastante ejemplar la idea para las que sí lo tienen.
Aunque tengo serias dudas personales y refunfuñonas sobre los concursos literarios (perdonen el guiño por haber participado), es admirable que todavía se estimule este tipo de talento que pude evidenciar durante una reciente visita que hice al Colegio León XIII. Esto demuestra que si no se piensa seriamente en esos aspectos, los edificios se seguirán levantando por encima de las iniciativas artísticas que ofrendan el verdadero concepto de desarrollo, aquellas que dirigen a lo sostenible y a la plural vitalidad. Todos los pueblos permanecen en la memoria gracias a los trabajos de sus artistas; es imposible pensar esa parte querendona de Colombia, como se piensa desde afuera, si no se menciona a Gabo, a Carrasquilla y a Fernando Botero, entre otros ejemplos.
No me interesa personalizar el problema, porque sería incauto de mi parte desacreditar una persona en particular o a la administración que cuenta con funcionarios a los que les he visto la buena fe, pues hay iniciativas que han logrado un revelador impacto en los visitantes de los entes culturales. No me siento cómodo nombrando a quienes hacen lo contrario; para eso existen otros estamentos y, al respecto, no tengo el debido fundamento.
Siempre, ante las negativas de apoyo, buscamos un chivo expiatorio y, habitualmente, es el funcionario quien paga los platos rotos. En algunas ocasiones se ve impotente ante la precariedad del sistema o peca por omisión de esfuerzos. Hay que vencer ese paradigma del presupuesto como determinante. Cuando se unen voluntades serias, el método se busca, y, si no se obtienen los resultados esperados, por lo menos, es válido haber quedado con la plenitud de haberlo intentado.
Si se piensa, entonces, en elaborar memoria, identidad y patrimonio para este pueblo, se debe cavilar en que, más que generar una ya valiosa plataforma cultural de recreación histórica como es la Réplica del Viejo Peñol, está el artista, que es parte vital en tal consigna y, por tanto, se requiere seguir implementando estrategias que le den relieve a su labor, pues el concepto de artista trasciende la mera acción de entretener; es parte reveladora y tejedora de ideales.
Este pueblo ha resurgido de las aguas hacia un éxodo que no para y será solo a partir de la vindicación de su nueva memoria donde encuentre la verdadera tierra prometida, antes de que venga la Madre de la Divina Pastora a pronunciar una nueva y funesta profecía.