«Eso les pasa por sapos. ¿Quién los manda a meterse donde no les importa? Dizque defensores de derechos humanos. ¡Eso deben ser guerrilleros esos hijueputas!»
Justo con estas palabras empezaba a buscarme conversación alguien a quien atendía en mis labores cotidianas. Algo le respondí y sin mediar palabra, se fue. La curiosidad me llevó a mirar su trayecto hasta su auto; un vehículo de gama media en el que aún reposaba sobre el vidrio trasero una calcomanía que rezaba: «Todos con Duque». Aún estoy un poco conmocionado con esa retahíla de improperios, pero según las preferencias del ciudadano en cuestión, no me sorprende.
Un senador que amenaza militares, profesores que reciben llamadas amenazantes de líderes paramilitares, un presidente electo que quiere retroceder a un país, más de lo atrasado que está; y diez millones de personas avalando ese comportamiento traqueto. No, no es la sinopsis de una película, y aunque podría ser un filme fenomenal, estamos hablando de la Colombia de los últimos días. Una Colombia en la que pensar diferente se ha vuelto delito y en la que ya se sienten legalizados (si es que no lo han estado siempre) los adeptos a las políticas paramilitares que quieren callar a los otros a punta de bala y sus más poderosos colaboradores y lame-botas.
La política de sangre ha vuelto al poder, y lo ha hecho más envalentonada que nunca, pues el poder y el dinero es el único que no llena a las personas, y tal parece que quienes llegaron allá arriba, engañando a los que no leen, quieren mantenerlo a como dé lugar. Las cifras de los asesinatos de líderes sociales en estos últimos días son escandalosas, pero toda la clase política calla. Personas que habían avisado de su muerte y a quienes les negaron protección, murieron a manos de quienes los amenazaron, pero la clase política calla.
Podemos ignorar muchas cosas en un país devastado por la corrupción, pero no podemos ignorar VIDAS perdidas en nombre de una causa que está casi al nivel de las cruzadas, en la que van exterminando persona por persona. Éramos 8 millones los que estábamos en contra de un gobierno paramilitar y, hoy somos menos, de cuenta de quienes están ya casi que instalados en la Casa de Nariño y que, como cosa rara, callan.
Estas vidas perdidas no valen menos que la vida de quien escribió esto, ni de quien lo está leyendo, ni del uribista que lo ignoró y, aunque no se pueda creer, cada una de esas vidas que ya no están más en este mundo para hacer resistencia, no vale menos que la del senador que se cayó en su caballo esta semana, en su finca de dudosa procedencia. Curiosamente, ante esta nimiedad, el presidente electo sí hablo y le expresó el más sentido apoyo a su «presidente eterno», como él lo llama.
Pero, si para la clase política del país, estas vidas de líderes sociales masacrados, no valen, ¿qué podemos dejarle a sus seguidores? Ellos solo saben repetir como loros todo lo que digan sus ídolos, porque no tienen la capacidad de pensar por sí solos. Porque no son capaces de leer algo que les mueva alguno de los hemisferios del cerebro, por pura pereza de descubrir cosas con las que se sentirían incómodos. Pero no es para menos; estamos en el quinto país más ignorante del mundo y en el que nos leemos 1 libro al año (y eso es decir mucho). ¿Qué podemos esperar de un pueblo en el que sus jóvenes están pensando más en el remate de las pruebas ICFES que en las mismas pruebas?
Infortunadamente, para nuestros defensores de Derechos Humanos, profesores, campesinos, activistas, periodistas e incluso para nosotros, los que leemos y escribimos este tipo de artículos de opinión, vienen cuatro años (si no son más) de subida paramilitar avalada desde los más altos rangos del poder. Cuatro años más de «presidente eterno» gobernando en cuerpo ajeno. Cuatro años más de intentar acabar por las malas los avances de un acuerdo de paz sufrido. Cuatro años más de seguidores enajenados que repetirán cada vez que protestemos la muerte de una persona: «No estaba precisamente recogiendo café» o «Fue un buen muerto».
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Imagen tomada Colombia Plural.