El orador

—¿Usted otra vez por aquí? —me preguntó—.

—Sí, mientras no sea uno el que está en el cajón…

—¡Ay! No diga eso.

Narra - Sociedad

2018-09-04

El orador

Ese día decidí que esa conversación sería relevante para mí, por todo lo singular: un velorio, un viejo de corbata y yo (de unos 24 años) hablando. Lo curioso es que ya lo conocía, ya lo había visto. Sí, unos meses atrás, en el de mi papá. Es que ¿quién se va a imaginar que hay un trabajo que consiste en rezarle a los muertos?

¿Quién es?

Según la Real Academia Española, un «orador» es muchas cosas: «persona que habla en público», «apta para los fines de la oratoria» o un «predicador». Pero, al parecer, no reconoce como tal el trabajo de mi amigo, don Noel Echeverry.

De 81 años y oriundo de Filandia, Quindío; este caballero gigantesco (por su altura) y de voz grave y fuerte, lleva 25 años ganándose la vida como «orador» en la funeraria ‘Los Olivos’.

«Soy ministro de la palabra y proveedor del servicio de oración. La funeraria le cobra al usuario, me da un recibo y yo paso la cuenta», explica él. Pero, ¿qué pasa en la vida (o en la cabeza) de alguien para que termine cumpliendo tal labor? Era lo que yo me preguntaba y por eso me reuní con él para hablar.

Desde aquella época en que lo vi en acción, en un par de velorios, tuve en mi mente el recuerdo de ese viejo de smoking, que entraba a los funerales para hacer que la gente rezara con él….

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Y ahora:»Vamos a orar por el señor tal», «unámonos en rezo por el eterno descanso de doña tal». Don Noel, como un día cualquiera, le reza al papá de alguien, a la mamá de otra persona, al novio de la joven que llora, al nieto adorado de su abuela. Porque para él, como seguramente para usted en su trabajo, se ha vuelto simple rutina. Pues, lleva 25 años haciéndolo, lo que ha vivido en Cali. Y me dice, como buen creyente: «es que lo mejor de la vida es la muerte porque todo termina, es el tránsito a la verdadera vida».

Mi fetiche

Confieso que mi fetiche con esta crónica era pasar un día (o noche) de trabajo con don Noel. Aun cuando no tenía forma de contactarme con él, lo guardaba entre mis asuntos pendientes. Y lo encontré; pero, después, todo dio un giro un poco inesperado. Tenía pensado ir a buscarlo a Los Olivos (donde lo había visto por primera vez) para contarle mis planes, aunque sin la certeza de poderlo hallar. Sin embargo, una noche como a las 9, venía yo en la ruta P72 del MIO, de norte a sur y pasé por el lugar. Pensé que estaba muy tarde. Pero, aun así, tuve el impulso de bajarme. Y tras solo caminar unos metros, sin siquiera haber entrado a la funeraria, lo encontré caminando en sentido contrario al mío.

—Buenas noches, ¿usted es el orador? —Le pregunté—.

—Sí, cómo no, niña —Respondió—.

Increíble, después de alrededor de 4 años, me lo topé así de fácil y me entregó una tarjeta con su número de celular; en la que, además, se leía:

«Noel Echeverry Serna

Servicio de Oración».

Ahí pasó un tiempo, mientras me ocupaba con mi trabajo y llegaba el momento de la dichosa inmersión. Entonces, lo intenté llamar un par de veces, sin éxito. Hasta que, un día, logré escuchar su voz por el teléfono.

—Don Noel, ¿se acuerda de mí? Le dije que quería hacer una crónica sobre su trabajo —Le dije—.

—Sí, mija, ¿cómo está? —Respondió—.

—Bien, don Noel. ¿Y usted? —Le pregunté—.

Ahí todo cambió y se tornó un poco confuso. Don Noel estaba hospitalizado y no sabía hasta cuándo, pero, no dudó en indicarme el horario de visitas de la clínica, lo cual interpreté como una invitación a verlo y a hablar con él. Cometí la imprudencia de preguntarle qué tenía y él me respondió un par de palabras técnicas y complicadas, que al sol de hoy ni siquiera recuerdo y que solo me dejaron la vergüenza y la impresión de que era algo grave.

Tuvimos otro par de intentos fallidos. Yo lo quería ver y él no contestaba o me decía que ese día no podía. Igual, me lo imaginaba ocupado con sus dolencias y su familia, pero, percibía buena disposición por parte suya para que yo lo visitara. De manera que, un sábado al salir de un taller de escritura, fui a la clínica. Le pregunté si le podía llevar algo de comer y me dijo que tenía dieta especial. Así que llegué a la habitación 505 de la Clínica Sebastián de Belalcázar y lo que vi ahí, me llegó hasta el fondo de mi corazón.

Cuando entré, no encontré al altísimo orador vestido de paño y hablando fuerte para que todos lo oyeran. No, encontré a don Noel vestido con una pijama y lo más triste: solo.

Verlo así y con la comida del hospital servida, envuelta en plástico, no sé por qué me hizo fijarme en el olor: me imagino que el mismo de todas las habitaciones de clínicas del mundo. Y eso me hizo viajar, sin querer, 5 años atrás, a la de mi padre, que murió víctima del cáncer.

Entonces, se abrió ante mí una nueva faceta de don Noel. Ya no estaba en su exótico trabajo (lo que me había atraído). Sino que, en ese hospital, era solo él: un hombre enfermo de Epoc (Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica), al que le acababan de instalar un marcapasos, pasaba sus días y noches solo en una clínica y que, hablando animosamente, revelaba la alegría que le causaba tener una visita, así fuera la de una estudiante. Y yo entendí que mi intención de acompañarlo en un día laboral debía pasar a un segundo plano. Pues, lo tenía a él, sentado en una camilla, narrándome su vida. Y eso, sin duda, tenía gran valor.

La entrevista

Me contó que era el único vivo de la familia de su papá y que, al no haber tenido hijos, ni esposa, pues sería el último en portar el Echeverry de aquel linaje. Mas que, por el lado de su mamá, sí tenía parientes e incluso, dos sobrinas en la ciudad. Que había vivido en Filandia hasta los 23 años, pero que por cuestiones de la violencia (a su padre lo mataron), tuvo que mudarse a diferentes ciudades, hasta llegar a Cali.

«Empecé mi vida laboral como numerador de predios en el Primer Sesgo Agropecuario que se hizo en Armenia en 1960. En ese entonces, era un puesto nuevo y tuve que hacer un curso en Bogotá para capacitarme, pues yo solo había estudiado hasta quinto de primaria», me contó.

Después, tuvo un negocio de llantas, el cual perdió en un incendio. De manera que, extrañamente, su destino parecía llevarlo, poco a poco, hacia el trabajo de orador.»Todo empezó por mi mamá, que iba a todos los velorios en Filandia, muriese quien se muriese. Y desde pequeño, me llevaba. Era como una cuestión de devoción de ella. Entonces, una vez, se murió la mamá de una amiga suya. Llegamos al funeral y nos pusimos a rezar, intercalados. Resulta que la señora que había muerto también era la mamá del gerente de Los Olivos, quien me escuchó rezando y a los días, me mandó a llamar», continuó don Noel.

Recién había perdido su negocio de llantas, de manera que vino a Cali a encontrarse con el señor, por no dejar. «Él dijo que me necesitaba para que le hiciera oraciones a los muertos, que si yo le jalaba a eso. Yo le respondí que nunca lo había hecho por trabajo; sino, más que todo, por mi mamá. De manera que no sabía ni cuánto cobrar. Pero, terminamos arreglando a $700 cada muerto», me explicó.

Y le iba bien, como él mismo dijo, al tratarse de la funeraria “que más muertos movía». Y agregándole el vozarrón que tiene este hombre, más que nunca le ha dado pena hablar en público. «Hay días en que tengo hasta 6 velorios. Otras veces, pueden pasar semanas sin uno. Pero, no me atrevo a ofrecer mis servicios porque, la verdad, me parecería denigrante o como si yo mismo me adulara. Por eso, la funeraria lo hace», agregó el anciano.

Y estando en plena entrevista, un par de enfermeras irrumpió en la habitación.

—¿Cómo sigue, don José?

—Bien, bien.

—Que pase buena noche, don José.

—Gracias.

“¡Qué triste!”, pensé, “no saben su nombre y él ni siquiera las corrige…”.

Y siguió contándome que, cuando consiguió trabajo, inicialmente se mudó a donde una hermana y que, después, vivió por su cuenta.»Ahora no puedo estar solo en la noche, así que llevo tres años con unos amigos —como llama a la familia a la que le alquiló una habitación— Tengo apnea del sueño (trastorno en el que la persona sufre una o más pausas en la respiración mientras duerme) y necesito que alguien avise si amanezco muerto».

—Estas crudas palabras me hicieron reflexionar sobre cómo se puede familiarizar alguien con la muerte, cuando trabaja para ella—.

La muerte solo exige estar vivo

Continuó el orador: «Yo no soy partidario de velar a un ser querido. Es un acto social muy importante, pero no hay respeto por el doliente. Las personas le dan abrazos de cinco minutos, lo hacen llorar y ya. Después, se van a charlar y de ahí, viene el aguardiente» y aseguró que, en los funerales, la gente está más pendiente del chisme, que del luto; puntualizando en que, a su juicio, los únicos que deberían asistir a estos eventos son los hijos, la pareja, los padres y los hermanos del fallecido.

Incluso, me aseguró que se opuso tajantemente a velar a su propia madre, cuando esta falleció. «Mi sobrino me dice por el teléfono: ‘tío, lo llamaba para decirle que mi abuela se murió’ y nos quedamos hablando sobre el cáncer del que ella padecía y que gracias a Dios iba a descansar. Me fui para Los Olivos y les dije:

—Se murió mi mama.

Entonces, me preguntaron:

—¿Y usted se va ya para Pereira? (donde ella vivía).

A lo que, simplemente, respondí:

—¿Y a qué? ¿No les estoy diciendo que se murió mi mamá? Ella ya está en el cielo y punto.

Y ese día trabajé. Es que, la verdad, lo que hace que mi mama murió, estoy viviendo más bueno con ella. Me acompaña y hablamos más. Yo, todos los días, la invito a dormir o a comer conmigo y realmente puedo sentir su compañía», terminó de decirme don Noel y aseguró que sus compañeros de trabajo lo consideran la persona mejor preparada para la muerte; después que una vez falleció trágicamente uno de ellos y él lo único que preguntó, tras enterarse, fue: «¿Y en qué sala lo van a velar?», habiéndolo visto una hora antes.

«La muerte solo exige estar vivo… —musitó en aquella habitación de hospital—. Pero, muerto ya todo es distinto. El cuerpo, lo que meten en el ataúd, no es más que un empaque donde venía el alma», afirmó y me aseguró que, cuando está trabajando, no siente ninguna conexión con el cadáver de la persona que yace ahí, sino con el alma.

Miedo

Aquella noche, don Noel me dijo que no sufría de miedo; que la única experiencia extraña que había tenido en su trabajo había sido una vez que, durante la misa en la funeraria, se escuchaba a un niño llorar dentro del almacén del lugar y que, cuando el padre elevaba la hostia, parecía que lo callaran.

Que, cuando fueron a ver, había como 50 cajas de cenizas jamás reclamadas (es decir, personas que son cremadas y sus familiares nunca regresan a «recogerlas») y que, entre esas, estaban las de un niño que justo estaba cumpliendo un año de fallecido.

«El padre le echó agua bendita, hizo una oración y no se volvió a escuchar», me dijo el orador. «Es que entre uno más nervios tenga, todo se le complica en este trabajo», concluyó y como dato curioso, me contó que ya tenía sus servicios fúnebres pagos; que quería que lo cremaran y que sus cenizas las arrojaran a la desembocadura del Río Cali en el Cauca porque le parecía «muy bonito».

Salí de esa habitación enternecida y conmovida hasta el fondo de mi corazón, pero tras un par de meses, me dio gusto saber que don Noel se había recuperado y que estaba de vuelta en los velorios.

¿Y qué dice el Padre?

Ómar Velásquez Valencia, sacerdote de la parroquia de Cristo Rey, en Ciudad Jardín, considera parte de sus principios que no se debe cobrar por una oración. «Hay una costumbre maldita de preguntar ‘Padre, ¿cuánto vale la misa?’. Yo siempre respondo: ‘Yo no vendo cucas, cucos, ni misas. No soy un negociante. Hay mil ricachones en Cali que no tienen con qué pagar la sangre de Cristo, ni una oración», alega.

Y agrega que la iglesia ofrece eucaristías, rosarios y oraciones, como servicios durante los actos fúnebres. «Yo le digo a la gente: ‘¿Quieres que oremos con la comunidad por tu enfermo, por tu difundo, por el empleo de tu hijo? Entonces, en gratitud, vas a meter tu tacañería en un sobre. Ya, directamente, cobrar por orar me parece desastroso», agrega y finaliza diciendo que, en los velorios, la gente ya está congregada por el dolor o por la solidaridad con los dolientes y que pueden rezar bien sin ayuda de un «orador».

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Lorena Arana
Periodista con Máster en Escritura Creativa. Libro: 'Poemas de cabello corto'. Cuentista y microcuentista de última generación. Tía de oficio. En ocasiones, premiada. Ansiosa rehabilitada - hipocondríaca en reparación. Meditadora, trotadora, lectora. Y mi perra sonríe cada que me ve.