“Uno solo es lo que, y anda siempre con lo puesto.
Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”
Joan Manuel Serrat.
Este es un tema que en periodismo podríamos denominar como un refrito por lo que quizá no le llame a nadie la atención. Sin embargo, era algo que tenía por ahí enmochilado en mis archivos y como aquí en Colombia, lo urgente no deja tiempo para lo importante, no había encontrado lugar para el comentario:
Las FARC resolvieron que se llamarán FARC. Y ahí fue Troya.
Desde los “amigos” bien intencionados, hasta, como no, los feroces enemigos y antagonistas, se les vinieron encima, lanza en ristre, a los nuevos aprendices de participantes en la inerme política ciudadana.
Qué si era un desafío o una desconsideración con las víctimas, qué si pretendían inmortalizar o idealizar su nombre tinto en sangre; qué si habían sido aconsejados por sus enemigos para marcarse semejante autogol…etc., miles de interpretaciones fueron intentadas por columnistas, comentaristas, analistas… en fin, periodistas.
No tengo conocimiento si les preguntaron a los dirigentes de esa organización por qué lo hicieron, ni mucho menos conozco sus respuestas, si es que las hubo. No dispongo de tiempo para atender tantos “frentes”, nunca mejor empleado el término.
Sin embargo, se me ocurre pensar que el haber asumido el nombre de FARC – Fuerza Alternativa no sé qué – Es un acto de exótica sinceridad política. Y de valentía, y de coherencia en una sociedad que siempre opta por el eufemismo, por el diminutivo, por la salida evasiva, para no enfrentar la realidad.
Porque perfectamente el nuevo partido político pudo haber adoptado otro apelativo para engañar a los electores; pudo llamarse por ejemplo Nueva Fuerza de Centro Democrático, para despistar a la gente haciéndole creer que tenían algún respeto por el centro y por la democracia.
O pudo adoptar un nombre relativo al Liberalismo, esa fuerza renovadora que desde los tiempos de la Revolución Francesa está buscando, sin hallarla, la piedra filosofal que le permita alcanzar la convivencia del capitalismo excluyente y egoísta, con un sistema político solidario y decente, respetuoso de la dignidad y de los Derechos Humanos.
También, las FARC pudieron optar por un nombre ajeno, extranjero, distinto; algo snob y emparentado con las modas verdes y ambientalistas, para tapar su pasado infame de innúmeros atentados contra el ecosistema.
O, incluso, acudir a nombres relativos a las minorías étnicas, que tan buenos dividendos les han prodigado a los oportunistas que fungen de afros y de indígenas. Con ello seguro maquillarían su pasado oscuro de ataques a la población negra o indígena en el Cauca, en el Valle, en el Chocó, en Nariño etc.
Pero no. En un acto, digo, de gran sinceridad han preferido seguir llamándose FARC.
Eso es lo que son y lo que han sido siempre. Ocultarlo, y disfrazarlo con otros nombres, no va a resucitar los muertos que produjeron, ni a los muertos que padecieron; no va a reconstruir los edificios que volaron, ni va a restituirles las piernas y los brazos a los que mutilaron.
Pero, al menos, nos permitirá saber a los colombianos que ellos fueron una fuerza armada ilegal y que ya, por fortuna, no lo son. Que hoy día, después de la eliminación del último fusil por parte de los delegados y técnicos de la ONU, son una fuerza civilista, que privilegia la palabra a la metralla.
Que ellos atentaron contra la vida, contra los bienes, contra la libertad de sus conciudadanos, pero que, desde ahora, ya no lo harán.
Que están comprometidos en un proceso de paz y que, por tanto, han asumido una posición distinta, han optado por unos mecanismos y unas tácticas de participación política diferentes.
Si algo se le criticó a las FARC, si algo sirvió para que sus detractores se encarnizaran en sus ataques y los zahirieran, era la afirmación de que ellos habían perdido los ideales políticos. Siempre se insistió en que habían sacrificado sus aspiraciones sociales por el plato de lentejas de los beneficios económicos que les prodigaba el narcotráfico.
Se les descalificó, y todavía el anacrónico y desfasado gobierno gringo, haciendo eco a la cizaña sembrada por el uribismo, los descalifica como luchadores sociales por haberse dedicado, supuesta o realmente, a convertirse en un cartel de tráfico de narcóticos.
O porque, pese a llamarse Ejército del Pueblo, no tenían inconveniente alguno en agredir y masacrar de manera infame a ese mismo pueblo.
Sin embargo, el hecho de reivindicar el nombre de FARC da la impresión de que ellos quieren indicarle a la sociedad, con sinceridad y, tal vez por qué no, con humildad, que no han olvidado su origen, ni su credo; sus románticos ideales, sus quimeras reivindicatorias.
Que ahora están dispuestos a luchar por ellas mediante los procedimientos y los canales institucionales que la Democracia y la Constitución Política tienen señalados.
Los que conocemos las Historia de Colombia sabemos que en el pasado fueron muchos los movimientos y partidos políticos, muchos los caudillos, que ocasionaron desangre y dolor patrio.
Piénsese por ejemplo en un Tomás Cipriano de Mosquera, en un José María Obando, en un Eusebio Borrero, en un Braulio Heno, incluso, en un Pedro Justo Berrío, en tantos otros.
Caudillos de nuestro pasado decimonónico que son hoy día titulares del derecho al mármol y al bronce. Pero que, seres humanos al fin y al cabo, fueron capaces de herir y fusilar sin fórmula de juicio a prisioneros inermes así como de causar, guardadas las proporciones, tantos o mayores vilipendios a sus congéneres.
Por eso, ser capaces de seguir llamándose FARC, con todo el lastre político que tal nombre conlleva y con todo el ardor anímico contrario que ello puede ocasionar es, a mi juicio, un acto de valentía, pero sobre todo, una reafirmación de la voluntad de reincorporarse a la vida civil y de afrontar su responsabilidad con un pasado, duro y doloroso pero que, al fin y al cabo, no es otra cosa que el pasado.