Columnista:
Luis Miguel Hurtado Gómez
Es casi cómico, a la vez que descarado, reducir el análisis de la coyuntura nacional actual a «vándalos» y «fuerza pública cumpliendo con su deber». Existe un estallido social que se ha alimentado de falta de oportunidades laborales, académicas, económicas, que ha colmado la paciencia de los desfavorecidos. Esos mismos que no tienen nada para perder, y no necesariamente porque no se encuentren buscando opciones para llevar comida a casa o incluso porque prefieran hacer pereza.
Es el modelo económico y la malísima educación imperante, es el «sálvese quien pueda», puro y duro. ¿Delicioso fuera vivir en un país sin necesidades? Por supuesto, Pancracio, dichosos todos. Nos ha tocado este, mira tú. Mientras vos considerás que la ciudad «te la están dañando», el campo lleva décadas sin vías, sin agua, sin electricidad.
Los muchachos, a veces, llegan a estudiar a las ciudades sin una radiografía exacta de cómo harán para sostenerse hasta terminar la carrera, porque sus papás o abuelos se siguen matando en las fincas (condiciones paupérrimas) para entregarles algo mejor. Por esto mismo, la educación pública no solo no puede ni debe desaparecer, sino fortalecerse. Aun cuando a esos mismos que le luchan a la falacia de «trabaje para que sea alguien en la vida» les parezca tan poco conveniente: es delicioso verlos tributando y saber que sus aportes, de alguna manera apoyan el quehacer educativo público en la nación.
Pero volviendo al núcleo principal: opinar que son «vándalos» y que «bien hecho que el Esmad y la Policía les dan su merecido», se traduce en un desentendimiento craso, vulgar, de la nación en la que hemos venido a nacer. ¿Usted tiene comida en su casa? ¿Tiene carro? ¿Tiene casa propia? ¿Tiene una finca a la cual se marcha cada fin de semana, para desconectarse de todo? ¡Qué bueno, ojalá termine de pagarle todo (a Sarmiento Angulo) al banco tan rápido como pueda!
Asuma, de esa misma manera: hay quienes apenas tienen para comprarse un paquete de arepas, o de arroz en el mejor de los casos, para llevar a la casa y hacer rendir con los hijos o los padres. Hay quien no sabe qué va a pasar en seis meses, cuando el contrato por prestación de servicios se le termine. Hay quien, para irse al colegio, o a la universidad, sabe que guarda pasajes y que si almuerza, deja de comer, porque no debe dejar de asistir a sus clases. Y no, no es «el que quiere, puede». Muchas veces se quiere y no hay opciones, no hay maneras, no hay forma de poder.
Y es por todo eso, en conjunto, durante años y años de aguantar y de callar, que las gentes, el campo, los desfavorecidos, los de abajo, nosotros (soy uno y lo seguiré siendo), los underdogs, seguimos exigiendo garantías de dignidad. Porque Colombia puede darlas. Debe concederlas.
Antenoche, en una cena con amigos, me comentaba uno de ellos, doctor en historia, que cuando recibió clases de Néstor G. Canclini en México, éste le decía «el arte de enseñar radica en que tu alumno no tiene la culpa si no te entiende: la llevas tú si no te diste a entender». Ahora, considerémoslo desde la esfera multiforma de la humanidad que nos permea. ¿Le pides a alguien que no tuvo hogar, que actúe como si hubiese tenido uno? ¿Le pides a alguien educación, cuando el sistema mismo se la ha negado? ¿Le pides que no consuma alucinógenos, cuando el sistema, agresivo, neoliberal y capitalista, simplemente prefiere desechar o eliminar en lugar de buscar su mejor manera de conceder ayuda?
Insisto: a veces, se quiere, pero por más que se quiera, no se puede. O por uno, o por el exterior, o porque va todo en contra. El descontento se traduce en todo (y más) lo que he dicho. No puede ni debe parar. Hasta asegurarnos que si nos acerquemos a mínimos de vida digna, nos dejamos la piel por ello. Y se la dejan también los muchachos, las mamás, los desempleados, los migrantes. Esos que nada. absolutamente nada más, les queda para perder.