Columnista:
Juan David Muñoz Quintero
Las emociones son de las pocas condiciones que les son comunes a todas las personas más allá de sus determinaciones sociales e históricas. El miedo, la rabia, la tristeza y la alegría, por solo mencionar algunas, no tienen distinción de raza, clase o sexo, las sienten igual el niño que el viejo, el europeo que el africano, la mujer que el hombre. Son comunes, en tanto, son estados que responden a los estímulos externos que nos envuelven en la cotidianidad.
No obstante, si bien las emociones las pueden sentir todas las personas, su contenido tiene grandes variaciones de grupo a grupo y de condición social a condición social, es decir, la experiencia emocional está condicionada por el tipo de sociedad y por la trayectoria sociohistórica del sujeto que la experimente.
El miedo, en tanto emoción, es una respuesta a la percepción de peligro inmediato, pero también la anticipación a un mal posible; en ambos casos la amenaza excede la posibilidad de control de las personas implicadas. Hoy, esa incontrolable emoción, tiene un origen común a escala global; la COVID-19. Esta pandemia que hace pocos días era un “problema de los chinos”, sin mayor importancia para el resto del mundo, está poniendo en jaque a los sistemas sanitarios del mundo, pero también a los mercados financieros e incluso a los sistemas civilizatorios y formas de relacionamiento que conocemos.
Pero ¡ojo! El hecho de que el miedo producido por la COVID-19 sea generalizado, no implica que la experiencia social e individual ante el fenómeno sea la misma, como lo plantea la socióloga Margarita Olvera, sentir miedo es algo “innato”, pero la intensidad y el tipo de miedo dependen de las relaciones y condicionamientos sociales en los que el ser humano está inmerso, así como de la historia de las mismas. En esa medida, ante el peligro inmediato conocido por el mundo con el nombre de COVID-19, pero que representa mucho más que un riesgo biológico mundial, no se puede esperar, por parte de las personas, un tipo de reacción apegada a un manual universal. La experiencia del miedo no es igual en una persona con tranquilidad económica, que en una que resuelve su día a día vendiendo dulces en las plazas de cualquier metrópoli del llamado “tercer mundo”, en este caso, es absolutamente diferente tanto la absorción de la emoción como la respuesta al estímulo.
El sociólogo Norbert Elias, argumentó en su momento que, ante la percepción de peligro, el organismo humano se prepara para movimientos rápidos, la digestión disminuye y el corazón palpita más rápido, más sangre irriga los músculos y el esqueleto se prepara para que brazos y piernas estén listos para huir o para pelear, es decir, hay una respuesta instintiva y visceral al estímulo. En la coyuntura actual, esa respuesta instintiva al estímulo, se expresa en las personas que salen a “(re)buscar” el dinero que les permita pagar el alquiler y la comida mientras pasan las medidas de cuarentena decretadas por los Gobiernos. Ellos salen y rompen la norma, violan la ley, aunque esto les pueda costar el contagio del virus, una multa e incluso palizas por parte de las autoridades, y hasta la prisión, según las últimas medidas adoptadas en muchos países. Esa respuesta al estímulo por parte de las personas empobrecidas, se puede explicar al considerar que el virus, en tanto fenómeno biológico y mediático, sigue siendo más lejano para ellos que el miedo al hambre, que les ha sido un miedo mucho más cercano, no solo en la actual coyuntura, sino durante toda su vida.
La respuesta instintiva también se evidencia en el ciudadano con posibilidad económica para asumir la cuarentena, este, ejerciendo una obediente ciudadanía, se queda en casa y llama a la gente a quedarse en casa, pero, con acceso informacional a todo el mundo, se convierte en un ciudadano hiperconectado e hiperinformado, deviniendo en ciudadano hiperexaltado e hipertemeroso, lo que lo hace susceptible a responder violentamente contra las personas que salen a la calle, sin importarle las razones que movieron a aquellos a salir. Si para evitar que salgan se deben tomar medidas totalitarias y violentas por parte de los Gobiernos, bienvenidas sean, pues la consigna es “¡Quédate en tu puta casa!” No importa en qué condiciones o si no tienes casa, quédate en tu puta casa para que no me pongas en riesgo.
Así, lo que en comerciales de televisión y vídeos replicados por personalidades de la farándula en todo el mundo parece un sencillo llamado a cuidarnos, se convierte en una bomba de tiempo en países empobrecidos, en donde no existen ni se generan condiciones económicas y psicosociales para el encierro, máxime si se comprende que el miedo, como cualquier otra emoción, pocas veces se experimenta sin estar asociada a otras emociones, sentimientos y acciones, en ese sentido, se pueden presentar fórmulas como: miedo y xenofobia, expresadas por ejemplo en comentarios de personalidades públicas de Colombia y España, y replicados por ciudadanos del común, que indican que se debe priorizar la atención sanitaria y social a los ciudadanos nacionales y “no gastar la capacidad pública en inmigrantes”; miedo y violencia doméstica, llegando a extremos como los vistos en la ciudad de Cartagena con un triple feminicidio en pleno confinamiento; miedo y clasismo, expresado en las agresiones verbales y la furia generalizada contra las personas que, empobrecidas, se aglomeran en las afueras de las sedes de Gobiernos pidiendo ayudas, o salen a vender sus productos a las calles.
Así, la COVID-19 se convierte en un monstruo de muchas cabezas: con una aterroriza a los mercados financieros, avisando que la recesión es inminente y que la economía no será la misma luego de que pase la pandemia; con otra aterroriza a las personas que, más que al contagio, temen al precario sistema de salud y por eso prefieren quedarse en casa; una más, ataca a los más vulnerables entre los vulnerables, a aquellos que le temen al contagio y al sistema de salud, pero mucho más a no tener con que comer, razón por la que se arriesgan a salir a las calles para ganarse el sustento diario; pero, además, a la COVID-19 le queda una cabeza para ocuparse de los “ demócratas”, pues la necesidad de controlar la propagación lleva a que quienes defendían a rajatabla las libertades civiles, se refugien en el autoritarismo y pidan medidas “ duras” para combatir el miedo.
Hoy en todo el mundo se aplauden medidas policivas y restrictivas de la libertad para combatir la crisis de la COVID-19, se pide que las Fuerzas Militares patrullen las calles, que haya cárcel para los que no se queden en casa. En países como Perú, ya eximieron de responsabilidad a los militares que maten o hieran a personas mientras patrullan en las calles. Hasta los más libertarios, movidos por el miedo, piden “mano dura” contra las personas que violen la cuarentena.
Sin embargo, ni el miedo al virus ni el miedo al castigo de las autoridades, conseguirán que los empobrecidos se encierren a morir de hambre en sus propias casas, esto enfrenta al mundo, sobretodo a las periferias del mundo como Colombia, a una complicada realidad: los que temen al hambre saldrán a la calle a pesar de todas las medidas que tome el Gobierno, mientras los que temen al virus, pedirán a toda costa que se endurezcan las medidas contra los primeros.
Así, ante un mundo que no será el mismo después de la pandemia, ante una sociedad que se encuentra en transición hacia un nuevo estadio difícil de predecir, cobra relevancia la frase de Gramsci, según la cual, “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en este claroscuro surgen los monstruos”. Esos monstruos ya no serán virus biológicos devenidos en pandemia, puede ser algo peor, algo ya vivido en la historia de la humanidad y que generó más muertos que los que ha generado la COVID-19; ese nuevo monstruo podría ser el viejo conocido virus del fascismo. Pandemia que, a diferencia de la COVID-19 o cualquier otro virus conocido, no solo produce miedo y muerte, sino que vive y se nutre de él.
Juanda hola que buen articulo!! Felicitaciones
Excelente, como siempre nos pones a reflexionar…mil gracias profe.
Interesante este escrito, cada día más la psicología política cobra más vigencia y nos demuestra que las emociones también son politizadas y que algunos tenemos la obligación de luchar con todas las fuerzas para que el facismo no vuelva a revivir…
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