Columnista:
Juan S. González Fernández
Suena extraño que el mérito y el plagio hagan parte de una misma frase. Su naturaleza antagónica representa dos lados muy opuestos. El mérito siempre va acompañado del esfuerzo y la excelencia; el plagio siempre está cercano a la trampa y a la mala intención. A pesar de que se tenga la sensación de que estos dos aspectos nunca convergen, el escándalo sobre la presunta tesis plagiada por parte de Jennifer Arias, presidente de la Cámara de Representantes, nos permite evaluar estos términos y generar un juego de palabras que antes de este suceso parecían incompatibles.
No se trata de justificar, promover ni validar el plagio, se trata más bien, de aprovechar la coyuntura para reevaluar lo que estos conceptos significan y lo que suponen socialmente hablando. Para esto, es necesario traer a colación el famoso, y a mi juicio raído, mito de la meritocracia. Esta narrativa da a entender que quien se esfuerza, tarde o temprano, recibirá una justa recompensa por su ardua o pobre labor: a mayor esfuerzo mayor premio.
Estos supuestos no pueden ni negarse ni aprobarse de antemano. Parecería lógico que un trabajo mejor realizado y que goce de calidad pueda satisfacer más necesidades y ofrezca ventajas evidentes, parece natural. No obstante, es un acercamiento lineal y reduccionista que, usualmente, soslaya múltiples variables de la realidad. Deja en entredicho los parámetros bajo los cuales un mismo trabajo o producto es capaz de solventar problemáticas, bajo qué contextos funciona y, sobre todo, quiénes determinan dicho éxito. Empero, su bandera más grande (el mérito propio) jamás se define, no hace clara la diferencia entre qué es totalmente fruto del talento individual y qué estructuras, conocimientos y nociones previas, ajenas al individuo, permitieron su realización.
Bajo este marco, sería hipócrita darle mayor relevancia tanto a la capacidad individual como al colectivo. En realidad, son elementos interdependientes que, al trabajar conjuntamente, permiten la innovación. La famosa frase de uno de los científicos más importantes de occidente, Isaac Newton: «Si he podido ver más allá es porque me encaramé a hombros de gigantes» resume a la perfección la importancia innegable del contexto social e histórico que le dieron todas las condiciones para que un individuo creara o descubriera algo nuevo.
Las investigaciones de corte académico requieren, indefectiblemente, de investigaciones previas que permitan centrar de manera adecuada los objetivos, saber qué se ha dicho ya sobre el tema, entender el contexto para saber qué cosas nuevas se pueden aportar (tesis) y no decir algo que ya se refutó anteriormente. Parecen ser normas básicas del desarrollo: no repetir lo que ya se ha dicho y no caer en los mismos errores del pasado.
Por eso, cuando se habla de plagio es casi que imposible hablar de mérito simultáneamente sin entrar en contradicción. Pero lo cierto es que hasta para copiarse se requiere de sabiduría. Nadie, en sano juicio, copiaría un error. Si la idea es tomar un mérito ajeno como propio, lo principal es que valga la pena apropiarse de ese logro. El plagio identifica, a cabalidad, la utilidad de un conocimiento o argumento. También requiere de inteligencia, una que permita disfrazar ese conocimiento ajeno como propio y que logre conservar la esencia que hizo funcional o útil dicho conocimiento. Sin embargo, lo más importante en un caso de plagio, considero, más allá de los conflictos morales y éticos que de por sí este ya presenta, es la imposición narrativa hegemónica que contiene, esto sí, como ejercicio de poder.
Hace poco escuché una de las discusiones más interesantes y antiguas que siempre se ha planteado la humanidad, sobre todo disciplinas como la Psicología y la Filosofía: ¿Quién soy? Los interlocutores afirmaban que el yo era el resultado de lo que las personas distintas a ese yo decían. Aunque existan múltiples y contradictorias perspectivas sobre una misma persona, es la suma de todos esos puntos de vista lo que realmente constituye a ese sujeto.
Uno de los argumentos que más me llamó la atención fue la muerte. Luego de la muerte se pierde toda posibilidad de narrativa propia y solo queda el relato de quienes aún viven sobre aquella persona que se fue. Aunque físicamente no estén, tampoco se podría decir que Michael Jackson, Débora Arango, Mac Miller, Marco Polo, entre otros, estén históricamente muertos. Constantemente viven en las historias que se cuentan sobre ellos, sobre lo que hicieron, quisieron y hasta lo que les faltó por hacer. Que aún se hable de ellos, independientemente de su condición vital, los mantiene vivos socialmente hablando.
Y es en este punto donde comprendí que las citas pueden reflejar un conocimiento sobre una corriente o un pensador, pero más que académica, cumple una función social más importante: conservar su historia. Cuando se cita una frase de alguien se mantiene viva su inteligencia, su vigor y su vergüenza. Cualquiera que sea el valor que representa lo mantiene vivo. Por eso nadie da por muerto, intelectualmente hablando, a personajes como Francis Bacon, Albert Einstein, y otros referentes. Su historia los mantiene con vida.
Un caso de plagio, más que una trampa, debería asumirse como una afectación personal. Expropia una historia, le arrebata a la víctima, real y metafóricamente, su nombre; lo mata. Esto es un acto político. Que de manera adrede (asumiendo que así fuese) se plantea una idea ajena como propia, no solo le roba dicha idea, le quita al autor la posibilidad de que se reconozca su esfuerzo, su vida y su historia. Podemos hablar de un mérito en el plagio en tanto a oportunidad política cuando una persona, partido, grupo o secta ejerce poder cultural, económico o de fuerza sobre otro cercenando su capacidad de hacer parte de la historia. Aquí no solo hay desconocimiento, hay una supeditación existencial. No solo se margina, se sobrepone una vida sobre otra, una historia sobre otra.
Aquí es donde el plagio adquiere una connotación política diferente. Quienes más acuden y reproducen el mito de la meritocracia para justificar que «el pobre es pobre porque quiere» son, paradójicamente, quienes el mérito que más los caracteriza es la trampa y la corrupción. Y no es gratuito, que la institución que por excelencia tiene como función representar al pueblo colombiano, en la Cámara de Representantes (precisamente), esté siendo presidida por alguien con presuntos indicios de cometer plagio. Esto, como problema de representación, muestra una de las dos siguientes cosas: o los colombianos somos corruptos, simplistas y mediocres (caso en el cual estaríamos debidamente representados institucionalmente hablando) o que la clase política gobernante solo es capaz de representarse a sí misma, siendo incapaz de esconder sus lógicas excluyentes, sus costumbres corruptas y su patológico afán por preservar su poder a como dé lugar.