Decir que la brecha de género en América Latina está casi saldada es una utopía. De hecho, es la región más desigual del mundo; en el hogar, la economía, la política, la educación y el acceso a la tierra, las mujeres estamos en gran desventaja respecto a los hombres.
Como solemos preguntarnos lo importante cuando algo “extraordinario” sucede, el día del trabajo es una buena oportunidad para cuestionarnos, como mujeres, ¿por qué ganamos menos salario que los hombres?, ¿Por qué seguimos ocupando puestos de menor categoría y responsabilidad? ¿Por qué no logramos ascender a los puestos que tienen poder de decisión? ¿Por qué seguimos siendo minoría en las representaciones políticas de nuestros países? La respuesta, aunque es mucho más profunda, está en una palabra: Estereotipo.
Sí, el estereotipo de lo que es una mujer (movida por lo emocional, a quién le corresponde el ámbito privado, lo doméstico, lo maternal) y el estereotipo de lo es un varón (el ser racional y proveedor que lo ubica en lo público y en la toma de decisiones). El estereotipo, como categoría, es además jerarquizado: lo racional excluye (y está por encima) de lo emocional. El estereotipo sirve, entonces, para ocultar el sexismo: el “no, porque es mujer” se esconde bajo un “es extremadamente emocional para asumir X cargo” o “es demasiado emotiva para ocupar una función de tanta responsabilidad”, por ejemplo.
Concretemos: la gestión, la dirección de una empresa, la adopción de decisiones en la esfera pública, tradicionalmente se han considerado ámbitos masculinos. Esto explica porqué una mujer con el mismo nivel académico y las mismas capacidades que un hombre ocupa puestos inferiores en la estructura organizacional, específicamente en áreas funcionales poco competitivas. Por otro lado, en Latinoamérica, las mujeres trabajadoras llegan a percibir, en promedio, un sueldo 30% menor al de sus colegas masculinos, realizando las mismas funciones.
La concentración de las mujeres en determinados tipos de actividades de gestión empresarial explica el fenómeno de las “paredes de cristal”, que establece una segregación por género en las ocupaciones empresariales. Las “paredes de cristal” son obstáculos difícilmente perceptibles que resultan en trayectorias profesionales diferentes para las mujeres y los hombres a pesar de que, según datos de la UNESCO, al día de hoy las mujeres alcanzan y superan el nivel académico de los hombres.
Al tiempo, las mujeres tienen la posibilidad de “ascender” sólo hasta cierto punto, pues las funciones de gestión que desempeñan están, casi siempre, a los lados de la pirámide organizacional; este es el techo de cristal. Así que, entre más alta sea la escala corporativa y más grande la organización, menos mujeres habrá.
Según Mabel Burin, la construcción del techo de cristal es externa e interna: por una parte, está constituido por las culturas organizacionales que adoptan criterios de selección y promoción de las personas desde parámetros patriarcales que imponen los criterios acerca de quiénes pueden ocupar los puestos jerárquicos más altos, y por otro, está constituida por los prejuicios y estereotipos respecto del género femenino: la suposición de que las mujeres no tienen las cualidades suficientes para ocupar determinados puestos de trabajo.
El panorama no es muy alentador; según el Informe Global de la Brecha de Género 2015 del Foro Económico Mundial, en términos económicos, la brecha se ha cerrado tan solo un 3%, y los avances hacia la igualdad salarial y paridad en el mercado de trabajo se han estancado notablemente desde 2009/2010. Las mujeres no han logrado ganar la cantidad que ganaban los hombres en 2006 (año en que se publicó por primera vez el informe) hasta ahora. Si se extrapola esta trayectoria, es de suponer que el mundo tardará otros 118 años (hasta 2133) en cerrar la brecha económica por completo.
Una utopía. Por esto no hay que bajar los brazos. Nunca. Ninguna deuda está saldada aún: la lucha apenas comienza.