Columnista:
Óscar Espitia
Quiero proponer un debate, que considero justo y necesario, sobre la figura del presidente Duque. De su figura política, por supuesto. Porque de sus prominentes carnes se ha dicho y escrito mucho.
Es que se ha vuelto un lugar común machacar en la pobreza aptitudinal de Duque para ejercer como presidente. Se dice con insistencia que es un incapaz, un pusilánime, que el cargo le quedó grande. También se habla mucho de desconexión, como si alguien —con intenciones sin definir —hubiera estropeado su polo a tierra.
«Estamos viendo las consecuencias de elegir un presidente inexperto», se repite como si fuera un mantra. Porque —no podía ser de otro modo —el mal gobierno y la crisis nacional aparecen como una derivación lógica de sus limitaciones.
El culmen de esta línea argumentativa me lo encontré en una columna, muy celebrada en redes sociales, titulada El inútil, escrita por Jaime Honorio González y publicada el 29 de mayo en el portal 2 Palabras.
«Se ve tan apocado mi presidente, se ve tan disminuido. Se ve tan superado, se le nota tanto que se encontró ese puesto en una rifa», escribe nuestro columnista, como si se tratara de la versión malabarista y rocanrolera de Armando Mendoza.
Pienso, en contravía de este criterio mayoritario, que el problema no está en sus limitaciones, sino en sus virtudes. Estamos ante un personaje muy juicioso y obediente, cumplidor de todos los deberes del catecismo uribista.
¡A todo señor, todo honor! Hay que reconocerle a Duque el éxito con que ha cumplido los propósitos que le fueron encomendados por los sectores retardatarios que representa.
Chuliados en su checklist encontramos, encabezando, el hacer trizas el acuerdo de paz con las FARC; en materia de derechos sociales, económicos y políticos, ha adelantado una agenda ultra conservadora; ha continuado la tradición republicana de conceder privilegios a los grandes capitales, a costa de la pauperización acelerada de nosotros los trabajadores; ha sido cómplice —por acción u omisión —del recrudecimiento de la guerra, del fortalecimiento del narcotráfico y del desplazamiento y la aniquilación de líderes sociales y de la población organizada en torno a la defensa de la vida, el territorio y los derechos.
Y su logro más importante: ha terminado de desbarajustar toda la estructura de pesos y contrapesos del Estado, aniquilando especialmente la independencia de los órganos de control. De esta manera, no solo ha favorecido la impunidad y la concentración de poder del presidente de facto Uribe Vélez. Duque ha apuntalado las bases de un Estado en extremo autoritario, como nunca antes lo habíamos visto desde la promulgación de la Constitución de 1991.
Lejos de ser una desventura, el contexto de pandemia le ha servido a Duque para avanzar en la consolidación de esta agenda, especialmente en lo que se refiere al Estado autoritario. Duque es un presidente hiperconectado con el autoritarismo, con la decidida ambición de perpetuar el festín elitista en que se ha convertido la economía y la sociedad colombiana.
Los grandes conglomerados mediáticos —El Tiempo, Revista Semana y Canal RCN entre los más destacados— también están hiperconectados con estos propósitos. Su intención de trivializar el debate público es abierta y descarada, enredando en la narrativa del odio a millones de colombianos honrados que ven con espanto la postración en que se encuentra Venezuela, a la vez que distraen nuestra atención de los más importante: hoy Nicolás Maduro es el espejo autoritario en el que se mira con satisfacción el presidente Iván Duque.
Pero, paradójicamente, las virtudes de Duque se han transformado en su maldición. Porque, no importa cuán juicioso y cumplidor haya resultado, sus uribistas compañeros de camorra empiezan a tomar distancia de su Gobierno, ofreciéndolo como chivo expiatorio de las desventuras nacionales. Es así que Fernando Londoño, uribista furioso, ha pedido la renuncia de Duque por considerarlo «incompetente».
Coincidir con Fernando Londoño y demás uribistas oportunistas no le otorga más peso al argumento de las limitaciones y la falta de experiencia de Duque como la razón suficiente del mal gobierno. Quizá, debería servirnos como llamado de atención respecto a que estamos posando nuestra mirada en lo superficial del problema. Quizá no se trate de nombres, personas o errores vocacionales. Quizá el problema sea, más bien, el proyecto autoritario y antidemocrático del uribismo.
No podría ser mejor este paisita bogotano de Duque si fuese igual empleado de bodega que en la presidencia, pasando de gordito inocente al mostruo gremling mojado con niveles de maldad sin límites que es hoy. Justamente no es inútil, quizás el que hasta cargue con la cárcel en lugar de su jefe. Eso es, dentro de la cultura traqueta, ser frentero en Colombia.