Columnista:
Steffy Lorens Riquett Bolaño
El 20 de julio de 1810 se dio el Grito de Independencia, un acontecimiento que dividió la historia colonial del país en dos. Hoy, doscientos doce años después, el 28 de abril de 2021 el mundo entero escuchó el grito de emancipación de un pueblo que aborrece a sus gobernantes; un pueblo cansado de todo menos de salir a luchar.
Una de las acciones de las cuales nunca me arrepentiré fue disponerme a estudiar la política colombiana. Cuesta mucho, lo sé. Debes ponerte en los zapatos de los pueblos aborígenes, pasar por los primeros comuneros revolucionarios, indignarte por los abusos intervencionistas de las políticas estadounidenses y frustrarte al notar que siempre hemos sido dominados por las mismas familias. No ha existido un período de calma donde se respire verdadera paz y todas las energías se concentren en transformar al país de un campo de guerra a un campo de prosperidad. El pasado no miente. Los efectos de todos estos siglos han ido martillando el tejido social generación tras generación: violencia, odio, estigmatización y desigualdad. Pero ya no más. Ya ha sido suficiente.
Una vez alguien me dijo que nosotros, los jóvenes de ahora, no somos el cambio, somos solo la semilla; una semilla que no quieren ver germinar. Los gobernantes están acostumbrados a combatir guerrillas; a darse plomo contra hombres y mujeres alzados en armas que deambulan por los montes. Allá no importan los Derechos Humanos ni los protocolos de seguridad internacional. Allá no existe el diálogo, solo las balas. Aquí, en las ciudades, cuando las calles arden y la urbe entera se pone de cabeza, les toca «mosquearse»—como decimos en la Costa—, porque se dan cuenta que no son intocables.
Cuando el grito de emancipación estalla es cuando recuerdan que no son dioses y que su deber es representar la opinión popular, no escoger por nosotros.
Por eso cuando ocurren este tipo de manifestaciones tan fuertes y prolongadas (que gracias a las redes sociales quedan expuestas sin posibilidad de manipulación o camuflaje) las patas de sus tronos se aflojan. No saben cómo lidiar con la rabia de un pueblo y ante ello solo responden con violencia y abusos, práctica típica de los gobiernos tiranos. Ver a miles de colombianos en las calles, resintiendo sin ningún tipo de arma, tanques de guerra, financiamiento de grupos criminales y, como se dice coloquialmente, «parándose firme» día y noche sin tenerle miedo a nada, les asusta. Ellos están cómodos mientras nosotros estemos dormidos.
Los ojos internacionales tanto de las entidades de Derechos Humanos como de los noticieros más importantes del mundo no solo están sobre nosotros, sino que están con nosotros. Nos respaldan. Informan sin tapujos y sin miedo a ponerse del lado de la acción violencia que ejerce el pueblo buscando libertad ¿Por qué solo se cree que en Venezuela es donde se dan la violaciones de Derechos Humanos? ¿Por qué en Chile sí es una violencia justa y en Colombia no? El objetivo final de Chile era una reforma constitucional; el objetivo final de Colombia es darle un giro total a la historia y no dejar que la ultraderecha ni el uribismo vuelva a ganar unas elecciones presidenciales ¿Acaso no es ese un motivo suficientemente fuerte? ¿O es necesario sacar un manuscrito con las mil razones que nos da el gobierno para indignarnos durante todo el año?
Se les acabó la comodidad. Políticos sesgados e instituciones de represión, sus políticas humillantes y violentas han exasperado a Colombia entera, entiéndanlo. No pretendan devolvernos a nuestras casas. Si estamos en las calles es porque entendemos que más mortal que el virus es solo la resignación. La Reforma Tributaria fue una de las tantas burlas que han intentado restregarnos en la cara; la más grande fue montar a Iván Duque como presidente. Nos pusieron a la burla mundial y reforzaron durante estos tres años estereotipos degradantes que poco a poco empezábamos a superar. Lo que ustedes han hecho con nuestra patria no tiene perdón, y sin embargo las víctimas del conflicto (que al final terminamos siendo todos directa o indirectamente) están dispuestas a la reconciliación. Aún creemos en la paz que ustedes destruyeron.
Estoy sorprendida del pueblo colombiano. Los sindicatos que convocaron el paro y luego se echaron para atrás proponiendo realizar la conmemoración del Día del Trabajador en modalidad virtual pasaron a un segundo plano. Hoy no hay protagonistas. El paro ha sido alimentado por todos los sectores de la sociedad. Desde quienes están en las calles en primera línea hasta los que izan sus banderas desde el décimo piso de sus edificios.
Hay mucha gente que continúa lamentándose por los muros que se rompen, los vidrios que se quiebran y las paredes que se rayan.
Los invito a detenerse y a pensar si durante todos estos años al gobierno le ha importado los campesinos que continúan rompiéndose la espalda para conseguir un pedazo de tierra. O las familias que se han quebrado al enterarse que sus allegados han sido masacrados sin piedad. O en los niños que han rayado sus pieles con cicatrices de guerra.
Los políticos cleptómanos que están detrás de Hidroituango, Odebrecht y el cartel de la toga sí son los que deben sentir el ser tildados de «vándalos» como un insulto. Porque si ser vándalo es querer hacer que la voz del pueblo se escuche a través de un vidrio roto, pretender un cambio en la política corrupta a través del bloqueo de vías y no dejarse ver la cara de payaso por unos títeres de los grandes banqueros por medio de unas llantas quemadas… entonces que me digan vándalo.
Los jóvenes vándalos de hoy que tanto critican son los únicos que en el último siglo han tenido la berraquera de no echarse a morir en la comodidad de la indiferencia, sino de estallar la sociedad con un grito de emancipación. Un grito se resonará en las calles y en las cabezas de todos hasta que la dignidad se haga costumbre.