Columnista:
Eduardo Gudynas
Uno de los últimos actos del Gobierno de Donald Trump muestra, claramente, el negativo impacto de su gestión para el ambiente. Algunos días atrás inició el proceso con intención de transferir las tierras consideradas sagradas por los indígenas de su país, a grandes corporaciones mineras. Del mismo modo, pocos meses antes, en 2020, firmó una orden ejecutiva que exoneró de evaluaciones de impacto ambiental a los emprendimientos de infraestructura como oleoductos o carreteras.
La presidencia de Trump deja una pesada carga de impactos ambientales y destrucción de la normativa que persistirán por varios años, y que no solo afecta a Estados Unidos, sino a todo el planeta. Sus consecuencias son tan severas que hasta días antes de que la turba entrara al Capitolio en Washington, varios analistas consideraban que esta sería la herencia más dramática de su presidencia.
Se pueden reseñar los aspectos más sobresalientes en estos años. Bajo el mandato de Trump se modificaron, recortaron, debilitaron o anularon, un poco más de 125 normas de regulación ambiental. El ritmo de la demolición fue vertiginoso: unas 30 normas por año. Se afectaron todas las áreas: desde los controles sobre la contaminación del aire, las aguas o los suelos a los estándares sobre las emisiones de las industrias, desde debilitar la protección de áreas naturales a negar el cambio climático.
El terremoto Trump revirtió el status de protección de algunas áreas naturales a fin de permitir la explotación de recursos naturales. Un ejemplo muy claro ocurrió con el Parque Nacional Tongass, en Alaska, que es uno de los sitios más relevantes para la protección de bosques, con árboles de hasta mil años de edad. Trump permitió el ingreso de empresas madereras con el propósito de talar esos árboles. En otras áreas protegidas y en territorios indígenas alentó la explotación de hidrocarburos o el ingreso de los oleoductos.
El trumpismo se alineó con las corporaciones del carbón y el petróleo, rechazó las medidas con el objetivo de enfrentar el cambio climático, y de ese modo, liberó o flexibilizó los controles sobre la emisión de gases con efecto invernadero. Se modificaron las emisiones de carbono permitidas para los autos y las plantas térmicas de generación eléctrica, y se toleraron las emisiones de metano en los sitios de explotación de hidrocarburos.
Al mismo tiempo, atacó a la ciencia en muchos frentes, donde otra vez el más notorio fue la negación del cambio climático. De ese modo, Estados Unidos se retiró del Acuerdo de París, el modesto convenio por el cual los países buscan aminorar el cambio climático.
Las condiciones de trabajo dentro de las agencias dedicadas a temas ambientales fue tan negativa, que centenas de técnicos la abandonaron (700 según un reciente reporte). Tomará mucho tiempo recomponer esa base humana de conocimientos y experiencias.
Algunas de estas medidas son tan negativas que serán revertidas por el Gobierno de Joe Biden. Debe tenerse presente que los impactos ambientales se acumulan, persisten y no se detienen ni revierten automáticamente. Por ejemplo, las emisiones de gases invernadero debido a las desregulaciones en transporte, en las generadoras de electricidad o en los pozos de extracción de hidrocarburos, ocurridas bajo el trumpismo, continuarán por un tiempo más y persistirán por años. Se estima que se sumarán 1,8 miles de millones de toneladas métricas de gases invernadero, y ese volumen representa las emisiones combinadas de Inglaterra, Canadá y Alemania en un año.
Al mismo tiempo, el modo de hacer gestión ambiental de Trump se convirtió en un ejemplo para otros gobiernos. Si Trump podía negar el cambio climático y anular las evaluaciones de impacto ambiental, ¿por qué no hacer otro tanto, aquí o en el sur? Su más visible alumno ha sido Jair Bolsonaro, quien también está destruyendo la gestión y los controles ambientales en Brasil. Así como Trump permitió el ingreso de los leñadores a un bosque protegido, Bolsonaro tolera la deforestación y los incendios en la Amazonía.
De modo similar, anular las evaluaciones de impacto ambiental es lo que han buscado los últimos gobiernos en Perú, y el aliento a la minería del carbón es el deseo de las presidencias colombianas.
Pero lo que no siempre se comprende es que como la destrucción ecológica bajo Trump fue tan extrema, hace parecer como moderados a otros gobiernos que, aunque también destruyen la naturaleza, lo hacen a un ritmo más lento o sin pavonearse de ello en Twitter. En América Latina nos rodean esos ejemplos, como ocurre en Chile con la persistencia de Sebastián Piñera en evitar autonomías indígenas, o las medidas de Alberto Fernández en Argentina alentando la explotación petrolera y el fracking.
El nuevo Gobierno de Joe Biden en su primer día dio marcha atrás en algunas de estas medidas e intentará revertir otras. Por ejemplo, Estados Unidos regresará al Acuerdo de París sobre el cambio climático y promete un plan con la finalidad de generar energía con cero emisiones de carbono en 2035.
Es necesaria la cautela, porque se repite lo que se acaba de comentar: el extremismo trumpista hace que los anuncios de Biden puedan parecer el inicio de una revolución ambiental; sin embargo, eso está todavía lejos de la realidad. Un examen riguroso de su plan de gobierno muestra que es modesto en materia ambiental, y algunas de sus primeras designaciones indican que se repite la influencia de las grandes empresas de hidrocarburos y energía. A ello, se agrega que cualquier norma sustancial deberá ser aprobada por el Congreso, donde, de seguro, no recibirá los votos de la oposición.
No siempre se han advertido estas dificultades, ya que en el pasado año proliferaron análisis apresurados de Nuevos Pactos Verdes (Green New Deal) en reacción al trumpismo. El asunto es relevante para América Latina por la difusión que han tenido esos programas. No obstante, en la práctica, esos pactos verdes, no solo tienen limitaciones en sus contenidos, sino que quedaron enmarcados en apoyos como los de Bernie Sanders a Biden, quien a su vez dejó en claro que el Green New Deal no es su plan.
Observado esto desde América Latina, los sectores conservadores combatirían incluso una moderada reforma ambiental como la que asoma bajo Biden. A la vez, el progresismo sudamericano invoca los pactos verdes, sean los de Estados Unidos o de Europa occidental, ya que, como ocurrió con Biden, de todos modos les ofrece la posibilidad de entonar discursos de izquierda, mientras siguen apoyando extractivismos de todo tipo . Las soluciones que requiere América Latina no pueden quedar entreveradas en una imitación de lo que se discute en Washington o en Bruselas.
Todo esto muestra que remontar el legado de Donald Trump requiere de reacciones mucho más enérgicas, más innovadoras y más enfocadas en las circunstancias propias de nuestro continente.