Esa vez, prevenida de subirme a un taxi cualquiera, acepté la recomendación de otro cuasi-desconocido, que era mi nuevo “mandamás” en aquel momento y me subí a la nave amarilla de Juan Carlos Cuetia (verdadero nombre del Chuly).
Como buena mujer, joven, señorita, caleña, yo qué sé; condiciones que ya hasta vuelven natural la psicosis en uno, llegué a mi casa pensando que quién era ese tipo, que qué era ese peluqueado, que quién sabe de dónde era y ya hasta sabía mi dirección; perturbada por la lamentable reputación que ha caído sobre los taxistas de nuestro país desde hace ya varias décadas. Pero, desde ese día, todo se volvió:
-Viejo Chuly, ¿dónde anda?
-Por aquí, por allá. ¿Dónde está usted? ¿Dónde le caigo?”
Cada ocho días, entre semana, en los eventos en los que trabajaba. El Chuly, de atemorizarme aquella noche, pasó a ser de los que uno llama “mis taxistas de confianza” y me transportó sola, acompañada, a Jamundí, al norte, a mi casa. Incluso, le marqué para que recogiera a otras personas.
Lo llamé tantas veces, que terminé aprendiéndome su número de memoria. Se volvió algo automático, algo lógico. ¿Cómo voy a abordar un taxi en la calle, si conozco hombres como el Chuly?
Pero, su hábitat natural no estaba solo en las autopistas. El hombre también podía aparecer en otras circunstancias muy específicas. No era sino voltear a mirar en algún bailadero y por ahí se divisaba su cola de caballo meneándose de lado a lado con la música.
Literalmente, una vez estaba rumbeando y alguien me preguntó: “Vé, ¿ese no es tu taxista?”. O en los eventos en que trabajaba, en los que él hacía pista, uno sabía que ya casi se iban a acabar cuando hacía su gran aparición para disfrutarse la última media hora, antes de irse a llevar gente. Otra noche le escribí: “¿Dónde estás?” y me respondió el nombre de una discoteca, acompañado de un “igual que tú”.
Saludaba gente por doquier. ¿Y saben algo? Siempre me llevó a donde le pedí y siempre me dejó sana y salva. A mí, al que le encomendara. Y siempre cobraba lo justo. La prejuiciosa terminé siendo yo aquella primera noche, que fue exactamente la del 18 de julio de 2016.
No tengo queja del Chuly. No sé mucho de su vida personal, pero lo único que me hacía apretar un poco la manija de su taxi o del ‘Chuly-móvil’ (su carro particular), era que, a veces, pisaba duro el acelerador; nada más. Todo lo hizo bien y le estoy grandemente agradecida. No olvido cómo lo vi aquel primer día y da la casualidad de que hoy hasta le he copiado un poco el peinado.
Al final, el Chuly-Ángel (como se hacía llamar) era un taxista más de Cali, honrado, respetuoso, cumplido y que estaba en servicio casi todos los días. Y compruebo que era de los buenos, de los colombianos a los que no hay que temer. Uno que, tristemente, apenas en los comienzos de este año 2019, terminó siendo una víctima más de los verdaderos malos que habitan en esta ciudad.
Foto cortesía de: El País
Lorena: me gustó tu escrito. Identificada totalmente.
Bien por Chuky.
Eugenia Del Castillo
Muchas gracias por leer, doña Eugenia!!