Columnista:
Julián Bernal Ospina
En Colombia apenas llegan las vacunas y el mundo ya avanza para llegar a marte. Ese es el contraste en que estamos; pero el presidente Duque parece recibir los mensajes de la ciudadanía como si él fuera el que estuviera en el planeta naranja y rojo: las voces le llegan tarde, a millones de kilómetros, pues tienen que atravesar asteroides enfurecidos, satélites solitarios, basura cósmica y el espectro oscuro del abismo sideral. A lo mejor piense, al contrario, que esas críticas le llegan desde ese mundo, y las ignora como si se tratara de un extraño idioma marciano, escrito con símbolos alienígenas incomprensibles para su diáfano entendimiento de político técnico que solo conoce el lenguaje de las cifras.
Si ello fuera así, si las señales le llegaran como venidas de marte, la primera reacción del presidente debería ser la de acudir de forma inmediata. Se supone que cualquier cosa que tenga el color naranja le llama la atención para las flamantes metáforas de jugos mezclados con vasos de agua. Para pintar, además, sus conceptos elocuentes de ese color y darles el toque de innovación que tanto admira. Innovaciones como aquella simbología de los siete enanitos con la que deslumbró a los franceses, o como esa experimentación en el lenguaje que nos permite decir que como él nadie queriría el castellano. Si alguien le mencionara, en todo caso, la palabra Naranja Postobón, iría –¿iriría?– corriendo para defender sus ricas cualidades nutricionales.
Pensándolo bien, y tal vez el lector ya se ha percatado de esto, la mayor perjudicada por el presidente Duque no ha sido la innovación simbólica, el cuidado de la lengua ni la saludable alimentación: ha sido la triste naranja. Ya nadie la recuerda con su olor cítrico que hace despertar la vida, que se convierte en la antesala del desayuno de los enamorados o en el sustento de los vendedores de esquina en espera de algún caminante dominguero. Mucho menos la flor que tiene el nombre fragante de azahar como un misterio árabe del que nace la fruta redonda similar a su nombre. Hemos perdido esa figura de estrella esférica al alcance de la mano que, al abrirla, rumora en su madurez un líquido secreto guardián del equilibrio envidiable entre dulzura y acidez.
No sería raro que el presidente pensara que la piel de la naranja está hecha de cartón, o que a su árbol desgreñado de hojas como mariposas verdes le salen directamente los Tetra Pack de supermercado. Los años de poesía sobre las naranjas, que muestran haber inspirado a Neruda, a Violeta Parra, a Octavio Paz y a tantos otros, han sido inocentemente omitidos por stickers de la economía naranja y libros de este color en los que se le ve al presidente como un ángel del centro; el impoluto renovador de la política.
De manera que, si a alguien en Colombia le preguntaran qué pasó con la ausencia de la naranja, podrían responderle que es responsabilidad de ese joven presidente Iván, al mismo tiempo duque y marqués, quien quiso adornar su vestimenta con ella, pero solo logró hacernos olvidarla.
No se extrañe entonces, estimado lector, toda la pompa de las primeras vacunas, que mereció, cómo no, el chaleco naranja del presidente. Era necesario apostarle a acrecentar la imagen de Iván el terrible: el valiente, el consecuente, el que le cumple a Colombia. Lo que tal vez no pensó el presidente –con ese don de buen político de fijarse primero en su imagen– era que todo lo que costó el despliegue de camionetas presidenciales y ministeriales, los salarios invertidos en hipócritas saludos protocolarios y los cierres arbitrarios de las avenidas, hubiera servido para hacer algo incluso más básico que vacunar a la enfermera de Sincelejo Verónica Machado: pagarle todos los pesos de su sueldo atrasado.