Columnista: Germán Ayala Osorio
Controlar las fronteras es una de las condiciones que intentan cumplir los Estados modernos. En Colombia, como en otros países latinoamericanos, esa condición no se cumple, quizás en algunos casos, por razones ecológicas (lugares inhóspitos) y otras que son la expresión del contubernio que subsiste entre autoridades legalmente constituidas y mafias de contrabandistas, narcotraficantes, guerrillas y grupos paramilitares.
Es decir, esas fronteras compartidas suelen caracterizarse en América Latina por estar en manos de todo tipo de fuerzas y actores que se encargan a diario de borrar los límites entre lo ilegal y lo legal. Esas actuaciones de autoridades legales y de grupos ilegales suele devenir en una suerte de “política” que incluye, por supuesto, el tránsito de inmigrantes.
Una de las fronteras más porosas y problemáticas es la que comparten Venezuela y Colombia. Ambos Estados hacen poco para garantizar normalidad y legalidad en el extenso territorio compartido. Pareciera que quienes fungen como autoridad fronteriza en esa extensa zona compartida entre Venezuela y Colombia, tienen el “derecho” —o quizás la obligación— de establecer relaciones mafiosas con los grupos ilegales.
Digamos que esas circunstancias devienen históricas, lo que hace que el tema poco interese a la Gran Prensa y a los sucesivos gobiernos que poco hacen por cambiar ese entorno y ese clima de criminalidad e ilegalidad que se respira en esas porosas fronteras.
Pero que la permeabilidad de la frontera con Venezuela sirva a los propósitos electorales y políticos del autoproclamado presidente interino del vecino país, Juan Guaidó, es un asunto que compromete a las autoridades fronterizas colombianas y por supuesto, al presidente Iván Duque Márquez.
Al parecer, cada que Guaidó desea venir a Colombia para desde aquí atacar al gobierno de Maduro Moros, el gobierno de Duque dispone, como jefe de Estado y comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, que las condiciones históricas de permeabilidad se naturalicen y se acepten como si se tratara de una acción de Estado. Tanto es así, que en una ocasión el auto proclamado mandatario venezolano atravesó la frontera de la mano de Los Rastrojos, reconocido grupo paramilitar colombiano.
En su visita reciente al país, recibido como Jefe de Estado por el presidente Duque, no se conocieron fotografías de Guaidó con miembros de ese grupo criminal. Es claro que se cuidaron esta vez de aparecer custodiados por un grupo al margen de la ley, que no solo opera con la anuencia de las autoridades colombianas, sino que funge como autoridad legítima, pero ilegal, en aquellos sectores por donde ya es costumbre que se escurra el señor Juan Guaidó.
A todas luces resulta inconveniente que el presidente Duque naturalice la porosidad de la frontera y legitime la presencia de Los Rastrojos y muy seguramente de otras estructuras paralegales que operan en la extensa zona limítrofe.
Es decir, cada que Juan Guaidó atraviesa a hurtadillas la frontera colombo-venezolana, el paramilitarismo se fortalece, se naturaliza, lo que claramente aporta a la consolidación de representaciones sociales negativas en torno al carácter del Estado colombiano, convertido por cuenta de las acciones político-electorales de Guaidó y Duque, en un orden político cómplice de grupos ilegales.
Pareciera que Duque y el partido de gobierno volvieron el caso Guaidó un asunto relacionado con los más altos intereses del Estado. En ese orden de ideas, un Estado que deja de lado la obligación ética, judicial y política de perseguir y someter a los grupos paramilitares que operan en la frontera por donde entra y sale, como pedro por su casa el señor Guaidó, se convierte en un Estado cómplice y asume como propio el mismo carácter criminal de los Rastrojos y los otros grupos ilegales que aseguran el paso al político venezolano.
Un Estado que opera en esas condiciones y circunstancias es moralmente inferior a sus ciudadanos, ilegítimo e inviable. Y preocupa que las facciones de las fuerzas armadas, que devienen capturadas políticamente por el Centro Democrático, apoyen con su silencio, la entrada y salida de Guaidó, violando los protocolos y las formas propias de la migración legal.
Todo lo anterior, porque el actual gobierno colombiano, optó por plegarse, sin titubeos y mayor discusión, a la política exterior de Trump, la misma que deviene hostil con el régimen venezolano. Insistir en construir el Eje del Mal, Venezuela- Cuba, para ocultar los problemas internos de Colombia, “obliga” al presidente Duque a abandonar los compromisos que adquirió y que tiene como jefe de Estado, en relación con el cumplimiento de lo acordado en La Habana con la entonces guerrilla de las Farc.
Así entonces, Duque dejó el proceso de implementación del Acuerdo Final a la inercia de una institucionalidad poco funcional a la construcción de una paz estable y duradera, porque está siguiendo las directrices del partido de gobierno, que buscan hacer fracasar el proceso de paz.