Columnista:
Jacobo Silva Pulgarín
«No se puede tener dignidad cuando otro pueblo está así de mal».
Francisco de Roux
Después de escuchar a Francisco de Roux en su conversación con María Jimena Duzán sobre la situación de Buenaventura —la cual no es reciente—, se deberían generar cantidad de reflexiones y, quizá, acciones en torno a la compleja realidad; no solo de orden público, sino institucional del Pacífico colombiano. Lo preocupante de ello es que no se está tomando con la seriedad con la cual debería ser tratada; más cuando en el año 2015, el Centro Nacional de Memoria Histórica presentó el informe: Buenaventura, un puerto sin comunidad; cuyo principal propósito era darle voz a las víctimas del conflicto armado para reconstruir la memoria histórica y entender el porqué de las disputas armadas, las dinámicas económicas y las apropiaciones socioterritoriales de la población negra, afrocolombiana e indígena.
Las relaciones centro-periferia en Colombia han estado marcadas fuertemente desde la fallida industrialización del siglo XX, donde el desarrollo, y en parte el Estado, únicamente han llegado a unas cuantas ciudades como Bogotá, Medellín, Cali, entre otras. Y es aquí donde deberíamos plantearnos la importancia de Buenaventura; porque es alarmante saber que, según el mismo informe del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), el 55 % del comercio que ingresa al país es por este puerto, y que aun así es un pueblo donde el 80 % de la población vive en condiciones precarias y de extrema pobreza.
Buenaventura, la ciudad en la que «hay que dormir con un ojo abierto», en términos de la investigadora María Teresa Uribe, sería una zona que pondría la soberanía en vilo. Los grupos al margen de la ley se han apoderado del territorio –ejerciendo el dominio y control— que se supone el Estado debería tener. Más grave aún, ¿por qué si han existido tantas denuncias por parte de la ciudadanía y la Iglesia católica, entendiendo el papel de esta en la esfera de lo público, el Estado sigue sin hacer presencia? ¿Tal vez porque la población es negra, afrocolombiana, indígena —poblaciones de especial protección— y dentro de nuestros imaginarios comunes, el racismo aún nos permea y los negros solo importan cuando son ganadores de medallas olímpicas?
¿Qué más le queda a una comunidad donde la cotidianidad se desarrolla y articula a través de la violencia? Una comunidad donde el desarraigo (tomando este término de Alfredo Molano, haciendo referencia a la tajante diferencia entre desarraigo y desplazamiento, pues lo que realmente se hace al abandonar un territorio por culpa de la violencia, es cortar las raíces) termina siendo la única alternativa para proteger aquel derecho producto de la Ilustración y que en Colombia, cobijado por el artículo 11 de la Constitución del 91, no hemos aprendido a valorar.
Este problema estructural connota la debilidad de las instituciones y pone en vilo la soberanía, porque empieza a demostrar que la omnipresencia y omnipotencia del Estado son un supuesto; ya María Teresa Uribe nos lo advertía al decir que en Colombia, no había un Estado fallido, sino una presencia diferenciada del mismo.
Es inimaginable que, en toda la ciudad, de 64 cámaras de seguridad únicamente funcionen 3, que no haya comida, pero los jóvenes carguen fusiles de 30 millones, que el precio de la misma sea controlado por los grupos armados. ¿Dónde está el Estado cuando estas poblaciones lo aclaman a gritos? ¿Qué más le queda a un joven que unirse a la guerra cuando es la única oportunidad de ascenso social y económico?
Quizá Colombia no tenga un Estado fallido, pero lo que sí es claro es que no tiene la suficiente capacidad en cobertura, legitimidad y legalidad para hacer presencia en términos de gobernanza y gobernabilidad en las periferias del país. Por ello, la ciudadanía demanda su presencia, no solo con la fuerza pública, sino a través de una institucionalidad que sea integral: garantizar a los habitantes la oportunidad de acudir a una fiscalía o comisaría, en aras de resolver los conflictos pacíficamente y disminuir los niveles de impunidad; gestionar y crear ofertas para tener la posibilidad de acceder a un empleo formal y digno; acceder a un banco de proyectos culturales, sociales y deportivos; promover y ampliar las ofertas educativas para que la población pueda ingresar a una educación pública y de calidad. No menos importante, la posibilidad de tener una vivienda y alimentación digna; si bien los derechos no tienen jerarquías, es imposible garantizar los primeros, cuando existen algunos que son básicos y urgentes.
Finalmente, el propósito común debería ser trabajar en el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible propuestos por la ONU, tales como: hambre cero, fin de la pobreza, agua limpia y saneamiento, conservar de forma sostenible los océanos, paz, justicia e instituciones sólidas, entre otros. Esto debería ser un reto que asuma el Estado colombiano para que la violencia deje de ser un eje estructurante en nuestra sociedad, más en un territorio que le da tanto al país pero que recibe tan poco de él.
excelente reflejo de nuestra realidad.