A Trump no le faltan antecesores ilustres. Por ejemplo, Abdalá Bucaram, quien fue elegido presidente de Ecuador a pesar de estar completamente loco; o el caballo de Calígula, designado cónsul del Imperio. Si la búsqueda de precedentes se realiza en Colombia, los honores se los lleva Andrés Pastrana, víctima de un retardo verbal mezclado con una peligrosa lejanía de la realidad. Sus asesores debían recordarle, sobre todo cuando abandonaba el país con frecuencia, que recapacitara un poco, que él era el presidente y debía, cuando menos, simular el ejercicio de su cargo.
La elección de Trump como presidente de los Estados Unidos da miedo, acongoja y no deja dormir tranquilo a casi nadie en este continente. Deben tenerse en cuenta, también, las consecuencias de elegir a personas incapaces no solo racional sino hasta biológicamente para ocupar cargos importantes. Durante las administraciones de los atrás mencionados (el orate, el necio, el semoviente) la institucionalidad ecuatoriana colapsó, Colombia se volvió un paraíso del secuestro, de la guerra, y aunque se desconocen balances de gestión, por lo menos la figura del consulado romano quedó en entredicho.
Un estulto sobre la silla del poder hace mucho daño. Es innegable. Y del empresario Trump devenido en supremo mandatario puede esperarse lo peor.
Sin embargo, ya que los estadounidenses han trepado hasta la primera magistratura a un xenófobo, cínico, frívolo y despistadísimo personaje, quien es más bien una sátira de sí mismo, que no tiene ni un solo renglón claro en su discurso (si es que tiene discurso; parece que no), sería óptimo confiar en la propia estupidez de Trump para ver cómo gobierna a las patadas, sobre la marcha, sin cumplir ni una sola de las escalofriantes promesas formuladas. Un individuo tan falto de luces es capaz del horror o de pasar por la presidencia sin romperla ni mancharla, dejando tan solo mantos de babas.
Y esa esperanza en el buen funcionamiento de la tontería debe tenerse en cuenta a la hora del análisis político venidero.
Porque no todo puede ser tan sombrío si una nación sin carácter (como la denominó el escritor Henry Miller) pone de presidente a un tipo ridículo. Basta evocar la minusvalía en los debates públicos, los prejuicios enarbolados al dirigirse a los pobladores de su propia nación, ese aire de todopoderoso que ha vivido desde el principio muy lejos de los que ahora, supone, gobernará.
Hay que confiar en la ligereza estadounidense. Y prepararse, además, para los dos o tres puñetazos iniciales del señor Trump.
Hace muchísimos años que no se esperaba tanto en que un inepto e improvisado político, un bobo con plata, haga con exactitud lo único que sabe hacer: tontear.
Es claro que todo esto se escribe – y se anhela – como las madres colombianas sufren cuando sus hijos se tardan en llegar: con el Credo en la boca.
Publicado el: 11 Nov de 2016