Difícil tarea esta la de juzgar. Máxime cuando se tiene al frente la vocinglería del populacho.
El hombre común no es ilustrado, ni reflexivo. Es emotivo: toda pasión y fibra sentimental a flor de piel. Sus emociones son barro húmedo maleable.
Esa cosa informe y avasalladora, que los psicólogos sociales como Jean Le Bon llaman la turba, o la masa, obra igual que los peces: son pensamiento dispuesto en forma de cardumen. Se mueven instintivamente en uno u otro sentido al más leve estímulo.
Y los medios masivos de comunicación contemporáneos lo saben. Y saben que esa maleabilidad puede usarse para vender toallas higiénicas y cremas para las arrugas. Por eso la explotan.
Y cuando la sociedad es sacudida por tragedias, colectivas o individuales, la masa se conmueve hasta el llanto o hasta el linchamiento. El fuelle, ya sea de la palabra explosiva o de las imágenes crudas y sensacionalistas, aviva la llama del dolor o de la indignación. Agita ideas extremas, soluciones bizarras y desquiciadas que tiran por la borda el derecho y la civilización.
Ser juez entonces, en medio de semejante maremágnum, es una labor ponderosa. Porque su voz, sencilla, jurídica, racional, civilizada, no puede opacar el bramido ofuscador del populacho enardecido que reclama penas capitales, cadenas perpetuas, castraciones químicas y mentales; anatemas de todos los pelambres.
Esa turba informe que lo acusa de ineficaz, de lento, de venal, descree de su idoneidad y de su capacidad, al igual que sus superiores jerárquicos que lo escarnecen, lo reprenden, lo increpan por atender prioritariamente a su conciencia, sus principios, su formación.
Vienen vendavales anímicos y psicológicos que atenazan su corazón y su razonamiento; pero el juez tiene que mantenerse en la línea intermedia, en ese viejo suum quique tribuere, que Ulpiano nos enseñó a los abogados: esa necesidad de darle a cada quién lo que le corresponde, independientemente de que la decisión guste o disguste a los superiores funcionales, a las redes sociales o a RCN.
Y es que la osadía de esas redes sociales y de los medios de comunicación carece de límites. Se arrogan la facultad de adjudicar inocencias o culpabilidades sin límites. Suspiran por la cárcel: si por los medios de comunicación fuera, la sociedad sería una gran prisión rodeada de barrotes; nada agrada más a los cronistas de los telediarios que los autos de imposición de medida de aseguramiento intramural, es decir, las órdenes de encarcelamiento.
Por eso, ser juez cuando la televisión ya ha investigado, juzgado y fallado o cuando el superior jerárquico se cree portador de la verdad absoluta, resulta una labor ímproba, ingrata, dolorosa. La sensación es de ineficacia, de torpeza.
El juez, la más refinada de todas nuestras instituciones, la encarnación por excelencia de la civilización, aparece así, por obra y gracia de una mal entendida democracia mediática y de un peor ejercido control jerárquico, como un pelele. Se le busca amedrentar, apabullar, acobardar.
Lo que se quiere es que el juez tenga miedo, que no se atreva a ejercer su independencia, garantizada por la Constitución en el artículo 230, o sea a fallar en justicia y de conformidad con la Ley, sino acorde con unos intereses, con unos criterios o con unos caprichos inconfesables y espurios. Que le rinda pleitesía al veleidoso vulgo, que se pliegue a lo que los medios le dictan y que no se atreva a pensar por sí mismo, a interpretar las normas, a indagar sobre su sentido, contenido y alcance por sí mismo, sin consultar la sacrosanta jurisprudencia que sus superiores han trazado en letras de oro.
Mala cosa que los jueces tengan miedo, porque el porvenir de nuestra sociedad como entidad civilizada y viable depende de que ellos sigan ejerciendo su labor uncidos, exclusivamente, al imperio de la Ley y nada más.
Que buen artículo, lo debieras complementar con uno sobre las teorías de la justicia, por que acá cada uno entiende por justicia lo que le da la gana.