Columnista:
Julieth K. Rojas
En el último tiempo no he dejado de pensar en los privilegios que he tenido en la vida frente a otras mujeres. Nunca he sido discriminada por mi color de piel o por cualquier otro rasgo físico, nunca he vivido lo que viven las mujeres campesinas, las afro, las trans y tantas otras. Por el contrario, he tenido la «fortuna» de no ser tratada como ellas porque soy urbana, clase media, cisgénero, he estudiado universidad (con un crédito, pero sí) e incluso paso por «mona», fenotípicamente hablando.
Pero ¿de qué me sirve todo eso si, al denunciar en una oficina del Estado en Bogotá, que mi información personal está siendo usada desde entidades públicas para mantenerme bajo amenaza… me recuerdan que soy de Caquetá?
En estos días escuché a alguien decir: «Es que hay gente que cree en el feminismo y que entonces hay que creerles a las mujeres porque sí». Increíble. En pleno siglo XXI aún hay quien piensa que todas las mujeres vivimos lo mismo. Hay mujeres que son de primera, pero hay otras que somos tratadas como de segunda categoría por ser del territorio de donde somos, y allí no importa si tienes títulos o si tienes o no «pinta de ser de allá». Me queda la pregunta, ¿de por sí alguien puede decidir en qué lugar específico nacer (incluidos los hombres)?
Pienso en la crítica feminista sobre la necesidad de creerle a las mujeres que denuncian y se me ocurren tres cosas: hablar de creerle a las mujeres está más relacionado con dejar de (repítase, dejar de) dudar de las mujeres cuando quieren decir cualquier cosa, que con pedir que sea posible violar la presunción de inocencia de los agresores denunciados o que sea posible saltarse el debido proceso. La verdad, denunciar formalmente violencia de género no tiene nada que ver con su final, como sí tiene que ver con el inicio del recrudecimiento de esta. Hablemos con honestidad: si fuera posible saber de manera previa que la violencia de género se recrudece por el hecho de haber denunciado, ninguna mujer lo haría en primer lugar, pues cada una se estaría condenando a sí misma.
Segundo, la crítica tendiente a creerle a las mujeres puede permitir la apertura de una discusión por la que empecemos a reconocer que existen diferentes mujeres… porque existen diferentes realidades sociales. Si se quiere, esto puede seguir la misma línea por la que actualmente atraviesa el país en términos políticos, dada la coyuntura de la construcción de paz: es necesario abrir los espacios y ver qué otras problemáticas suceden en los territorios marginales de Colombia. Es necesario superar el estereotipo, el prejuicio y el velo de que «allá» solo hay conflicto armado interno, guerrilleros y paramilitares; de pronto cocaína.
Tercero, los diferentes tipos de violencia de género se pueden expresar de tantas maneras como sea posible. Violencia de género no es lo que «otros» hacen, «menos yo», o aquello que es ejercido por monstruos con apariencia extraterrestre. Violencia de género no es aquello que el Estado (con «E» mayúscula) encierra en la esfera privada cuando se niega a reconocer su responsabilidad al respecto y abordarlo como un asunto de interés público, dado que en la esfera privada el Estado poco y nada puede hacer a pesar de su «compromiso» y «buena voluntad».
La violencia de género es cotidiana, se diversifica, es ejercida por humanos con apariencia de humanos y pasa desapercibida socialmente, públicamente.
Lo que me lleva a otro asunto: si los temas de género consistieran en una mera lucha de mujeres contra hombres, irónicamente todo sería mucho más fácil; sin embargo, dado que no es así, debe anotarse que esta también es reproducida por mujeres que no siempre son conscientes de ello. Otras sí. Por ejemplo, la violencia de género está presente en un estrado judicial cuando una víctima espera justicia en su caso, pero la jueza (mujer) expresa miedo ante el abogado del acusado cuando él la grita y hace callar en la propia audiencia que ella preside.
La violencia de género está presente cuando los agresores dan con la buena fortuna de acercarse a buena sombra, a buen árbol, y entonces pasan a ser protegidos por la institucionalidad pública, haciendo que ellos jueguen con fiscal y jueces propios y/o con todo a su favor. En esto también se reflejan las relaciones de poder.
La violencia de género está presente cuando los abogados de un procesado redundan en diferentes amenazas contra su víctima para evitar que siga denunciando, o cuando los conflictos de intereses de la institucionalidad dan pie para que ciertas pruebas que puedan estar a favor de la mujer denunciante desaparezcan sin explicación. La violencia de género también está presente cuando se hace referencia al estado mental de la mujer cuando ella denuncia asuntos disciplinarios y parcialidad o cuando busca aportar más información y pruebas para lo penal. Cuando se manifiesta disposición a presentar un feminicidio, quizá, como suicidio, entre otras.
La violencia de género está presente cuando las mujeres descubrimos entramados complejos en nuestros territorios y queremos denunciarlos disciplinariamente en Bogotá, pero se nos recuerda que somos oriundas de territorios marginales, que podemos esperar y que «allá hay temas más urgentes». Si insistimos, se nos amenaza también en Bogotá. ¿Entonces en dónde nos metemos?
Y si al hablar de territorios marginales colombianos, ¿abordamos los temas que no involucran a guerrilleros o paramilitares sino a jueces de la República en ejercicio, fiscales locales, defensorías públicas, Ministerios Públicos que no vigilan, etc.? ¿Y si hablamos de lo que no se hace en las montañas, entre matorrales, sino en las zonas urbanas, a plena luz del día, en las oficinas regionales de las entidades públicas y en horario 8 a 12 m y de 2 a 5 p. m.?
¿Por qué no hablar de temas otros?
¿Por qué no superar los comodines y las «salidas» rápidas cuando es una mujer quien habla?
¿Por qué no reconocer que la violencia de género también atraviesa a las mujeres como ciudadanas?