En el largo listado de los problemas y tribulaciones que dan cuenta de la vida social, económica, política y cultural de Colombia aparecen la corrupción, soportada esta, inexorablemente, en un ya naturalizado Ethos mafioso; también, emerge la incapacidad de sus élites para pensar y liderar la (re)construcción de un proyecto de nación que, dialógicamente, recoja de cada región y de las cosmovisiones sobrevivientes de comunidades y grupos sociales disímiles, lo más sustancial y benéfico para consolidar una idea colectiva de país que supere los egoísmos y la perfidia de las élites regionales y las perniciosas relaciones establecidas con la élite bogotana; de igual manera, se lee en el amargo registro, la incapacidad generalizada de los colombianos para conectar sus realidades individuales con los devenires de un Estado precario, una nación incipiente y una sociedad dividida.
Del Estado hay que decir que este es débil, pero funcional a los pérfidos intereses de poderosas familias, esto es, élites tradicionales cuyo capital moral y ético corre de la mano de sus ruines actitudes y realizaciones que han aportado a la existencia y consolidación en el tiempo de lo que la Corte Constitucional llamó o declaró en su momento como Estado de Cosas Inconstitucional (ECI)[1] y que se volvió paisaje en Colombia.
El resultado es claro: la sociedad colombiana deviene escindida y sobrevive en medio de una no declarada lucha de clases y odios étnicos: blancos-mestizos odiando a afrocolombianos, indígenas y campesinos que comparten una misma condición de pobreza. Y por supuesto, hay que sumar lo que llamo la inconciencia ecosistémica que bien se puede explicar a través del sino trágico de ser un país biodiversamente rico, pero rodeado de pobreza, miseria y condiciones de indignidad y de insostenibilidad socioambiental.
De ese breve inventario de los problemas de Colombia, brotan el ejercicio del poder político y las institucionalidades privada y pública que se pierden, éticamente, en los sinuosos caminos que la clase política y dirigente (empresarial) ha sabido trazar con el clientelismo, que no es más que la expresión genuina de ese ya referido ethos mafioso.
Los mejores ejemplos de todo lo anterior suelen estar asociados a las decisiones adoptadas por los operadores políticos instalados en el Congreso de la República. Justo allí y, durante varios días, el país político y la opinión pública (política) interesados en el trámite de las objeciones presidenciales al Proyecto de Ley Estatutaria (PLE) de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) asistieron a la mayor expresión de un ejercicio político que apunta a la consolidación de un proceso de desinstitucionalización que se origina en una equívoca idea de lo que es el Estado y la división de poderes, así sea en el marco de una democracia restringida como la colombiana.
El primer golpe a la institucionalidad democrática y a la división de poderes lo originó el presidente de la República, Iván Duque Márquez, al no haber sancionado el PLE y objetar seis artículos de dicho marco operativo para la JEP. Es decir, el primer mandatario no solo buscó golpear el proceso de implementación del Acuerdo Final II, sino que sometió al Congreso de la República a un desgaste en su ya maltrecha imagen y de manera concomitante hizo aún más agrio el enfrentamiento entre los amigos de la construcción de una paz estable y duradera, y los enemigos, opositores y detractores del proceso de paz, de la reconciliación y de la edificación de escenarios maximalistas de posconflicto.
Además de lo anterior, Iván Duque Márquez, en su calidad de jefe de Estado, desconoció política, jurídica e institucionalmente a la Corte Constitucional (CC) al desestimar los fallos producidos por el alto tribunal en relación con la firma del Acuerdo Final II, el mismo proceso de paz y los actos legislativos relativos al anclaje constitucional y, por lo tanto, a la legitimidad y exequibilidad de todo lo concerniente con el Sistema de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición consignado en el Acuerdo Final II.
Otros agentes desinstitucionalizadores que acompañaron al presidente en su intención de hacer trizas el Acuerdo de Paz fueron el expresidente Uribe Vélez, el presidente del Senado, Ernesto Macías Tovar y el secretario general de la Mesa directiva del Senado, Gregorio Eljach.
El hoy senador Uribe lidera, desde los tiempos en los que fungió como jefe de Estado, el proceso de debilitamiento de la institucionalidad democrática. Baste con recordar el enfrentamiento que protagonizó contra los magistrados de la entonces Corte Suprema de Justicia que osaron procesar y sancionar a los congresistas que lo llevaron a la Presidencia, una vez firmaron pactos políticos con líderes de los paramilitares (pactos de Ralito, Pivijay y Chivolo), porque se declararon afectos al proyecto político paramilitar. En el libro La Batalla por la Paz (Santos, 2019:265) se recuerda así ese episodio: “…habíamos arreglado también las relaciones entre el poder ejecutivo y el judicial —que habían quedado seriamente resquebrajadas al final del gobierno Uribe—«.
El enfrentamiento con el poder judicial y con otros sectores se hizo a través del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS). Por orden de Uribe se dispuso del antiguo DAS para interceptar las comunicaciones, seguir y fustigar la vida de los magistrados, además de perseguir a intelectuales, académicos y periodistas. Todo lo anterior es una clara muestra de las acciones emprendidas por el entonces presidente (2002-2010) conducentes no solo a reducir el Estado y sus instituciones a sus caprichos (él mismo habló del Estado de Opinión como estadio superior al Estado Social de derecho), sino a invalidar y controlar la acción de la justicia. Al final, debilitar las instituciones para que el carácter autocrático se impusiera sobre las reglas y lo establecido en las normas.
Como senador de la República y, apoyado en el temor que genera en sus adversarios y contradictorios políticos, en su liderazgo político (tóxico) y el ser para los miembros de la bancada del Centro Democrático (CD) una especie de Mesías y eterno presidente y, además, irremplazable, Uribe Vélez lideró la discusión de las objeciones presidenciales al interior del Senado.
Y lo hizo, remplazando a la ministra del Interior —¡la ministra de la Política!—, Nancy Patricia Gutiérrez, en las actividades de lobby, con el propósito de convencer a colegas senadores para que acompañaran al Gobierno, con o sin mermelada, en su propósito de aprobar las seis impugnaciones que Duque hizo a la PLE. Es decir, la ministra del Interior quedó relegada a un segundo plano, pues su intermediación entre el Gobierno y el Congreso, en particular con las bancadas de Cambio Radical, Partido Liberal y de la U, fue asumida por el senador antioqueño, lo que confirma que el manejo político de las objeciones no nació realmente de un ejercicio de análisis del presidente, sino de las insinuaciones y de las recomendaciones hechas por Álvaro Uribe Vélez y su bancada[2].
En entrevista concedida al diario El Espectador, la ministra, ante la pregunta, “Finalmente, ¿siente que sus relaciones con el Centro Democrático están bien?, contestó: “Las mejores relaciones, claro. Es mi partido, respeto a cada uno, obviamente somos parte de una visión de país y en eso nos movemos. La cabeza es el presidente Iván Duque y el presidente Álvaro Uribe”. Al parecer, estamos ante un Gobierno bifronte, que en lugar de fortalecer la institucionalidad estatal, la debilita, por cuanto al final los colombianos que con sus votos eligieron a Duque, no saben si realmente es él quien gobierna.
Así entonces, una de las cabezas o caras del Gobierno-Senado actuó durante las destempladas discusiones de las objeciones presidenciales. Articulado con el Gobierno, pero dirigiendo personalmente la avanzada para lograr apoyos de sus colegas senadores, Uribe intentó generar consensos en torno al objetivo de su bancada de hacer trizas el Acuerdo Final.
Y para lograrlo, contó con el apoyo, siempre irrestricto, del presidente del Senado, Ernesto Macías Tovar, quien manejó a su antojo los tiempos de las discusiones y desconoció los resultados de la votación con la que se hundieron las objeciones en una votación de 47 votos por el Sí se deben hundir las impugnaciones, contra 34 votos por el No. A su vez, Macías Tovar contó con el apoyo del secretario general, Gregorio Eljach (Del Partido de la U), el cual engañó al senador Mockus, quien no asistió a la votación del martes 30 de abril porque Eljach le informó que el fallo del Consejo de Estado que anuló su elección como congresista, ya estaba en firme, es decir, ejecutoriado.
Sin duda, la trapisonda tenía como objetivo evitar que las bancadas de los partidos que no acompañaron al Gobierno en su proyecto de hacer trizas el Acuerdo Final, alcanzaran las mayorías, de acuerdo con el criterio jurídico que Macías y Eljach compartían alrededor de las mayorías requeridas para aprobar o improbar las objeciones, el mismo que aplicaron y con el que desconocieron los resultados de la votación realizada en la plenaria del martes 30.
Luego de la votación del martes 30, Macías intentó que la plenaria votara nuevamente. Sería el tercer o cuarto intento, pero ante el legítimo abandono de las bancadas Pro Paz del recinto, las bancadas de varios partidos, incluyendo la del Partido Conservador, pactaron devolver las objeciones a la Corte Constitucional. Sin duda, lo ocurrido significó una derrota política del Gobierno y del llamado “uribismo” y, por supuesto, un triunfo enorme para los sectores políticos y sociales que apoyan sin ambages el proceso de paz y la implementación del Acuerdo Final II.
Eso sí, hay que decir que el presidente Duque sometió al país, a la institucionalidad presidencial, su propia imagen como demócrata y a la institucionalidad democrática en general, a un innecesario desgaste político. Con sus objeciones no solo buscó torpedear el proceso de paz, sino que terminó profundizando la división entre amigos y enemigos de la Paz.
Fue una salida en falso, o un tiro en el pie, que se refleja ya en el debilitamiento de las instituciones justamente porque se privilegió las animadversiones y los odios personales que Uribe, Macías, Eljach y los miembros de la bancada del Centro Democrático profesan contra los miembros de las antiguas Farc y contra todo aquel que ose contradecir su tesis negacionista del conflicto, con todo y lo que se deriva de esa forma de interpretar los hechos y las dinámicas de la violencia política y militar anclada al enfrentamiento de las guerrillas con el Estado.
Previo a la votación del 30 de abril, el senador Macías y la bancada del CD apelaron a toda suerte de estratagemas para evitar que la votación se diera el lunes 29. Impugnaciones, impedimentos y recusaciones circularon por el recinto del Senado. Sin duda, un espectáculo grotesco. Además, Macías había interpuesto una acción de tutela en contra de la decisión que días atrás había tomado la Cámara de Representantes, en torno a las objeciones.
La apabullante votación (110 contra 44) en contra de las objeciones molestó al llamado “uribismo” y, por supuesto, al propio presidente del Senado. La tutela interpuesta, que buscaba anular la votación no solo resultaba improcedente, sino que resultó un claro indicador del desconocimiento procedimental (jurídico), del senador Macías. En su actuar desesperado, Macías golpeó a la institucionalidad del Congreso y, por esa vía, buscó debilitar y/o desconocer procedimientos históricos relacionados con las maneras como la Cámara de Representantes y el Senado actúan de manera independiente a la hora de votar.
Una vez “superado” el episodio de las votaciones de las objeciones presidenciales, el actuar sinuoso de Macías continuaría en el debate apresurado del proyecto de Plan Nacional de Desarrollo del Gobierno de Duque. Las bancadas críticas y opositoras a dicho Plan anunciaron demandas por vicios de trámite y de fondo, pues el texto definitivo no fue discutido en la plenaria del Senado, sino que se acogió la versión aprobada en la Cámara de Representantes. Además, de que se obvió su publicación en la Gaceta del Congreso. Es decir, se aprobó a pupitrazo limpio. A lo que se suman, las estrategias consignadas en dicho documento que claramente buscan torpedear el proceso de implementación del Acuerdo Final II, por ejemplo, con la desfinanciación de los programas de paz y, en particular, de los PDET y acciones propias para evitar las transformaciones en el campo.
Es claro que las actuaciones de Macías, Eljach y las de las bancadas de los partidos que hacen parte de la coalición de Gobierno se mueven en un límite entre lo legal y lo ilegal, a juzgar por las maneras como se dieron los trámites de las objeciones presidenciales y la aprobación del Plan Nacional de Desarrollo.
Esas mismas actuaciones no solo exponen con preocupante claridad las históricas y perniciosas relaciones entre el Ejecutivo y Legislativo, sino que dejan entrever que el Gobierno de Duque hará todo lo que esté a su alcance para evitar el cumplimiento de los compromisos adquiridos por el Estado a partir de la firma del Acuerdo Final II. Hay un antecedente que hace dudar de la intención del presidente Duque de respetar la palabra empeñada: recuérdese que el propio presidente desconoció los protocolos firmados por el Estado colombiano en el marco del proceso de paz adelantado con el ELN.
A pesar de que “los funcionarios públicos están obligados a cumplir (con los establecido en el Acuerdo Final) durante los próximos 12 años”, muy seguramente muchos intentarán, amparados en la débil institucionalidad estatal y, en el apoyo político de los partidos de la coalición de Gobierno, cumplir a medias con los compromisos. Los resultados electorales en las elecciones regionales serán claves para la implementación de lo acordado en La Habana y ratificado en el Teatro Colón de Bogotá.
[1] “El Estado de Cosas Institucional es una decisión judicial, por medio de la cual la Corte Constitucional declara que se ha configurado una violación masiva, generalizada y estructural de los derechos fundamentales. Es de tal magnitud, que configura una realidad contraria a los principios fundantes de la Constitución Nacional y, por lo tanto, ordena al conjunto de las instituciones involucradas, poner fin a tal estado de anormalidad constitucional, por medio de acciones íntegras, oportunas y eficaces”. Tomado de: https://repository.oim.org.co/bitstream/handle/20.500.11788/975/Capitulo%2006.pdf?sequence=10&isAllowed=y
[2] En la misma plenaria del martes 30 de abril, el senador Uribe pidió la palabra y señaló lo siguiente: “Hombre, respetemos al presidente Duque, él es dueño de su criterio jurídico. Él como senador fue a la corte a presentar la demanda contra el ‘fast track’; él con su criterio jurídico fue ahora a defender la necesidad de modular la sentencia sobre las fumigaciones. Yo creo que esa cosa de estar poniendo al presidente Duque como alguien susceptible a influencias extrañas, es un irrespeto, no solo a su persona, sino a su persona y trayectoria”. Al salir en defensa del presidente, Uribe no solo confirma que sabe de los comentarios que en redes sociales y otros espacios se viene construyendo la idea de que quien realmente manda en el país es el hijo de Salgar y no Iván Duque Márquez, sino que genera el efecto contrario al que ya produce en la opinión pública el imaginario social con el que se duda de la real capacidad del presidente para gobernar y tomar decisiones.
Fotografía cortesía de El Espectador.