Columnista:
Alejandro Barajas Amaya
Por estos días se habla mucho de un eventual regreso a clases por parte de toda la comunidad educativa colombiana. Diferentes posturas se entrecruzan en las redes sociales generando un malestar cada vez mayor y una paranoia colectiva que poco aporta a los verdaderos propósitos de la educación: cultura, autonomía y libertad.
Sin caer en las vanas especulaciones que inundan hoy los muros y trinos de nuestro mundo digital —demarcadas siempre por los diversos sesgos ideológicos que el color de un partido político lleva consigo—, es necesario plantearse la siguiente pregunta: ¿Se está dando a la integridad física y psicológica de nuestros estudiantes el lugar que estas merecen?
Como profesor, ha sido dentro de un aula donde mejor he comprendido al país. He visto, desde la enternecedora mirada de un niño de primaria que se debate entre terminar de extraer su moco sin pudor alguno —palabra que aún no le limita— y lograr que la letra “a” le resulte bien escrita para así, hacerse merecedor de su carita feliz; hasta la explosión de alegría de un adolescente que logra hacer un yogur casero para su proyecto de química, pese a que desconfíe de las bondades nutritivas de su creación. Y en medio se quedan una infinidad de anécdotas que, con total certeza, me hacen decir que un salón de clases es un dibujito de lo que es la sociedad colombiana.
#YoNoFaltoAClase y #MiHijoSeQuedaEnCasa, son un claro ejemplo del campo de batalla en el que se han visto convertidas las redes durante la última semana. Se presenta una gran variedad de particularidades, padres que al mejor estilo de Apu Nahasapeemapetilon, intentan sobrevivir a su carga de teletrabajo mientras acompañan el proceso formativo de sus numerosos hijos; otros que en su condición de microempresarios despachan pedidos por toda la ciudad y sus alrededores, a la vez que imprimen las guías de actividades que se acumulan cada semana, e intentan romper el abismo emocional que su hijo adolescente logró edificar antes de la cuarentena. Estos toman una postura desde el privilegio. También hay a quien una mano extra en la venta de arepas, empanadas y ayacos de la tarde, no le cae nada mal. Algunos ni se enteran del debate porque a su vereda no llega ni la más escasa señal de internet. Estos últimos, son los padres de los relegados, de los niños y los jóvenes a los que se les ha vulnerado su dignidad estudiantil, los desprovistos del derecho inalienable de la educación. Lo dije antes, es un dibujito del país.
Resulta imposible tomar con sensatez una decisión general para el sector educativo en medio de esta coyuntura, porque en Colombia se va a estudiar desde realidades separadas por necesidades económicas abismales.
Lejos de las evidentes diferencias sociales que influencian la postura que se defiende ante la aún hipotética situación, la pregunta por el bienestar físico y emocional de nuestros estudiantes queda sepultada por el odio y el egoísmo. Sería un absurdo negar que las formas de relacionarnos y de percibir al “otro” se han visto profundamente transformadas por la pandemia, tan absurdo, igualmente, resulta pensar que las diversas autoridades de los colegios podremos controlar la discriminación y la desconfianza —en el que antes fue un compañero y amigo— que puedan generarse en las aulas. A la escuela se va a aprender, no solo a sumar, sino también a relacionarse, a desenvolverse en sociedad; privados de esta parte fundamental de su proceso formativo, los niños y adolescentes colombianos deberán enfrentar un ambiente educativo hostil, carente de las condiciones necesarias para el aprendizaje. Y si luego nos cuestionamos por los arreglos que deberían darse en materia de infraestructura y bioseguridad para que el regreso a clases sea mínimamente “seguro”, ni Tomás Moro lo vería viable.