Copa de muerte para la Unión

La luz del sol sale, pero no con el mismo resplandor de siempre. El planeta despierta con la triste noticia. El equipo Chapecoense embarcó un vuelo que no tuvo fin.

Narra - Narrativo

2018-11-27

Copa de muerte para la Unión

Basado en la experiencia de Juan Diego Gómez Patiño, bombero del municipio de La Unión.

La muerte se acerca y nadie lo sabe. La noche del 28 de noviembre de 2016 está triste y acompañada de una luna oscura y opaca que no da tregua. En La Unión, Antioquia, las luces de las casas se empiezan a apagar. Calles silenciosas. Una oración antes de dormir. Los segundos pasan, cada vez más acelerados. La noche intenta envejecer, así lo anuncian las campanas de la iglesia.

Mientras tanto, en el corregimiento La Madera, un perrito herido, amortiguado por los cauchos soporíferos de un carro, espera ser atendido. Dos bomberos precipitan el llamado de un rescate. Lo recogen. Ignoran la noche afligida. Corren a la casa de una profesora para que les ayude a curar la mascota. Todo está listo para el traslado a una clínica veterinaria.

9:57 de la noche, todo se apaga sin nadie entenderlo. Minutos después, incalculables llamadas empiezan a llegar a la estación de Bomberos. Un avión eclipsado en territorio unitense. El último minuto en todos los noticieros.

“Mucha atención que tenemos información de última hora. Un avión que, al parecer, trasportaba el equipo de fútbol Chapecoense de Brasil, que jugará con Atlético Nacional la final de la Copa Sudamericana, se encuentra desaparecido. De los primeros datos conocidos por Última Edición, la aeronave perdió contacto con la torre de control del aeropuerto de Rionegro cuando sobrevolaba sobre las poblaciones de La Ceja y Abejorral”. Es el mensaje del canal Caracol.

La mascota debe quedar en manos de otros, por ahora, la premura, asimilada como simulacro, pide a gritos la presencia de dos socorristas que tienen el mismo nombre: Juan Diego. El pueblo, de altitud montañosa, no está preparado. “¿Un avión en La Unión?”, se pregunta un Juan. Escenario infausto de poca fe. Igual hay que ir.

Desazón por todos lados. Unidades de bomberos empiezan a salir apresurados hacia la vereda Pantalio. Emergencia, símbolo presente. No parece verdad. Aun así, Juan Diego se envuelve en el momento. Deja las llaves pegadas de la moto. Debe montarse de inmediato en la camioneta. No se puede esperar.

Advertencias todo el tiempo. Imágenes fuertes y traumáticas por encontrar. El comandante y subcomandante preparan las mentes de su equipo. Mentira, mentira, simulacro es lo que Juan Diego espera que sea. Sin embargo, su experiencia se activa para lo que venga.

Una noche incesante que corre acelerada. Pareciera que todo fuera un espectáculo bien planeado. ¿Hasta dónde llevarán el engaño? Policías, como actores, en su base, reciben al equipo de rescate. Indicaciones de camino. Un papel importante qué jugar. Empezar a creer. La zozobra y angustia perpetua de los policías parecen no mentir. El lado oscuro de la noche empieza a aumentar.

Una reja que divide la selva de la base policial. Un límite. Una línea que separa la tristeza y el dolor de la tranquilidad cesante que se vivía. Los saltos y golpes se hacen fuertes para derribar la reja. Entrar, se necesita entrar para confirmar. Silencio que se hace agudo. Los sueños de medio mundo siguen encendidos. Las agujas del reloj se apuran más.

Los saltos de los socorristas logran derribar la reja. Juan Diego y sus compañeros pueden pasar con más facilidad. Deben abrir el campo con sus manos causándose rasguños y rajaduras. Las ramas y cualquier objeto que se cruce los puede apalear. Un camino improvisado se empieza a entrever.

Después de traspasar el monte, se logra ver el fuselaje de un avión. La función se cae. Todo empieza a ser real. Un bombazo empieza a vivir Juan Diego, el camino no le dio el tiempo suficiente para creer. Sí es verdad. Un avión se accidentó en el sector de Cerro Gordo, en el municipio de La Unión.

“Somos del cuerpo de búsqueda y rescate de Bomberos La Unión. Si alguien me escucha por favor grite o haga un ruido”. Es el llamado que se hace. Quejidos, luces, gritos que se escuchan. Hay sobrevivientes. Juan Diego y sus compañeros corren y se entretejen en la zona.

Los noticieros de todo el mundo confirman el desplome de la aeronave en que viajaba el rival de Atlético Nacional y un conjunto de periodistas. Una conmoción que tal vez dure mucho tiempo.

Las unidades de rescate aún no saben de quiénes se trata. Para ellos es lo mismo ayudar al presidente, al papa o a un indigente.

El comandante delega tareas a su equipo para iniciar el rescate de los sobrevivientes. Dos grados bajo cero, el mismo frío que se vivió la noche en que un vuelo identificado con el número 9525 se estrelló en los Alpes franceses. Temperatura que contables veces se ha presentado en la zona. Frío, el frío de tristeza y muerte se apodera de la tenebrosidad.

Juan Diego, con ropa de civil y unos tenis bastante lisos, se dispone a atender a su primer paciente. El periodista André Luis Goulart Podiacki está enterrado en las latas del avión y en la tierra húmeda de la montaña. Casi inconsciente, así lo evalúan.

Una de las rescatistas debe intentar hablarle. Mientras tanto, Juan Diego debe hacer torniquetes, amarrar bandas elásticas para detener la hemorragia. Hay que camillar rápido para poder salvar su vida. Todos intentan sacarlo de la silla del avión donde está atrapado. Cada segundo que pasa puede ser vital para sobrevivir.

“Juan, él habla inglés”, expresa la rescatista agobiada. Las miradas desubicadas de los bomberos se cruzan. Los papeles deben cambiar. Aquél que hacía torniquetes debe pasar a hablar con él.

“¡Por favor no se duerma!”, pide Juan Diego desesperado. “Gracias, lo intentaré”, contesta Goulart moribundo, en penumbra. “Piense en su familia”. “Gracias, muchas gracias”. “Si alguna cosa yo voy a estar pendiente de su familia contándoles cómo fue todo”. “Por favor”, dice él.

Lo logran desenterrar del lodo y los restos de la aeronave.  Pasar por debajo de los árboles, alambrados, latas; arrastrarse. Mientras unos sostienen la camilla, los otros pasan sobre las ramas para recibirla. Al fin llegan al lugar de los médicos.

Todo transcurre como una maratón, solo que la tensión aumenta por salvar vidas. “Doctor, se encontró con esto, teníamos esto y le hicimos esto”, comenta precipitado el bombero que quedó solo y que mira hacia todos lados. Sus compañeros se han ido por más pacientes.

Por ahora, el médico Juan Herrera le pide a Juan Diego que se apresure con el periodista hacia la ambulancia y que le pongan oxígeno a doce litros. Pero lo único en que piensa es en gritar para que le ayuden a camillar de inmediato. “No, Juan. Devuélvase por más que él ya falleció”.

La mirada de Juan se enfoca en el hombre. La tristeza no se puede ocultar. Fue el último en hablar con él. La impotencia por no haber corrido antes aflige su mente. De nada vale, analizando la cinemática del trauma se concluye que no se hubiera salvado.

Respira profundo, toma fuerzas e ignora el frío paralizante para seguir. El camino liso y pantanoso es inadvertido por los rescatistas, que cada vez son más. Juan Diego corre a ayudar. En el recorrido se encuentra con un grupo de personas que traen, sobre una camilla, otro de los heridos: Jackson Follmann. No continúa su camino, sino que asiste al futbolista que sobrevive.

“¿Quién lo va a entregar, ¿cómo lo encontraron?, ¿qué le hicieron?, ¿qué requiere?”, les pregunta Juan, pero nadie responde. Aquellos que auxiliaron al jugador no hacen parte de ningún grupo de rescate. El bombero lo evalúa hasta entregarlo a la ambulancia.

Entre los voluntarios está David Blandón, periodista de Mi Oriente, quién prefirió dejar sus cámaras a un lado por salvar vidas. Después de entregar a Jackson, Juan Diego y él regresan al sitio del siniestro por más pacientes. De ahí se encadenó una amistad que aún se conserva. 

Así avanza la noche, en medio de futbolistas, periodistas, tripulantes muertos y muy pocos sobrevivientes. La esperanza de ganar una copa quedó marcada sin posibilidad de borrarla. Siguen llegando más y más organismos de rescate.

Tres de la mañana del 29 de noviembre, la búsqueda de sobrevivientes se cancela. Solo quedan cadáveres, latas retorcidas, huellas, pertenencias regadas y las lágrimas que siguen derramando en el mundo entero. Todos desfilan, uno tras otro, retraídos, agobiados.

La fe de que alguien más se haya salvado no se esfuma. Mientras caminan, uno de los rescatistas evalúa la zona. Todo se da por perdido, pero no, hay un último sobreviviente. No se pueden suspender las labores. Es apenas el momento de saber que están socorriendo un equipo de fútbol. Nunca lo supieron. La magnitud del accidente para el mundo entero empieza a ser entendida.

La oscuridad que cobija el escenario no permite recordar todo lo que hay. El descanso es fragmentado, minutos para tomar aire y un poco de calor al lado de un fogón de una humilde señora que se unió con un café para cada uno de los socorristas. La madrugada es dura. El termómetro baja su nivel poco a poco.

La luz del sol sale, pero no con el mismo resplandor de siempre. El planeta despierta con la triste noticia. El equipo Chapecoense embarcó un vuelo que no tuvo fin.

Los rescatistas que llevan horas atendiendo el siniestro no paran su labor. Todo el día permanecen, siguen llegando más bomberos con la intención de que los que ya han trabajado durante horas vayan a sus casas a descansar. Pero no, es territorio unitense y no se puede entregar así de simple.

Llega la Fuerza Aérea Colombiana, los cadáveres empiezan a ser embarcados en los helicópteros. Así camina el día. Nadie puede hablar más que de eso. Lo que en algún momento parecía un simulacro, termina siendo un luto mundial. El fútbol llora su pasión.

Cinco de la tarde y las ruinas del avión empiezan a ser abandonadas. Juan Diego entierra las cadenas, anillos y demás joyas que encuentra para que nadie las tome. Es hora de ir a descansar. Casi veinticuatro horas han pasado Juan y sus colegas atendiendo el caso. No todo termina ahí.

Llegar a sus casas y responder a las entrevistas de la familia. Todos los canales hablan del accidente que cicatriza al pueblo del fútbol.

Volaron alto con el sueño de ganar y lo hicieron. Los cielos retumban de tristeza. El pueblo de La Unión no será olvidado. Las huellas jamás serán borradas.

Juan Diego seguirá ayudando de la misma manera a todos sus pacientes, la misma entrega, la misma pasión, la misma responsabilidad. Quiere dejar en el pasado el caso Chapecoense. Por ahora, La Unión y Chapecó se volvieron uno. Una tragedia que se convirtió en unión.

Capitán Lamia: Izquierda 350, señorita.

Controladora: Sí, correcto, usted está a 0,1 millas del vor de Rionegro… ¡No lo tengo con la altitud, Lima Mai India!

Capitán Lamia: Nueve mil pies, señorita… ¡Vectores, vectores!

Fueron las últimas palabras que se registraron desde la nave… después sobrevino la tragedia, la muerte y luego… la unión.

Foto cortesía de: El Heraldo

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César Augusto López Ciro
Comunicador social - periodista en formación. Amante de la lectura, la radio, la televisión y el buen periodismo escrito. Recorrer las calles y hablar con su gente es mi principal inspiración para escribir.