Columnista:
Jaír Villano
¿De cuándo acá los influenciadores pasaron de ser los libros a un puñado de indignados que ni siquiera son capaces de escribir una oración correctamente? Ya no es sorpresa que el grito, el insulto, la demagogia y la emoción más pueril suscite aplausos, asentimientos; o, para ponerlo en lenguaje del milenio, likes y/o retuits. (Los más aventajados, con comentario incluido).
Influir, según la RAE, es alguien que ejerce “predominio, o fuerza moral”. ¿En serio: un trino que destila rabia a base de lugares comunes tiene la suficiencia para sobresalir?
Fíjense en las cuentas más populares, más seguidas, más influyentes, y lo podrán comprobar. Rabietas, balbuceos, arrebatos; cualquier cosa: menos argumentos. No cito aquí el quién, porque es más importante el qué. Pero en esas selvas virtuales —que son las redes— se hallan todo tipo de especímenes: desde comentaristas reposados, que los hay; hasta la fauna de que vengo hablando, que es variadísima e incuantificable.
Un trino no es nada, si lo ponemos en un plano ontológico. Cualquiera puede abrir una cuenta y escribir sobre lo que se le antoje; pero otra cosa es un influenciador: un individuo con la capacidad de penetrar otras consciencias, de arrojarlo a nuevos abismos, de modificar perspectivas estrechas. Eso sería lo ideal. Pero no. La situación es ridícula. Es diciente: nos refleja como sociedad.
Por ahí un fulano revienta cada que puede contra el mismo o contra los mismos; por ahí un mengano hace un chistecito con la coyuntura del momento; por ahí una fulana aprovecha la tendencia y se despacha en improperios. Y muchos aprueban eso. Es que son nuestros “influencers”.
¿Por qué? ¿Por qué el grito más estridente genera más eco? ¿Por qué un rostro agradable con un asomo de talante crítico hace creer que se trata de alguien con una reflexión aguda? ¿Por qué se privilegia el trino, algo tan somero y tan breve, y no la lectura del análisis? Es más: ¿Por qué ese afán por aprobar las afirmaciones y no por buscar interrogantes?
En un país como Colombia hay ciertos matices. Se puede entender que las redes son ese espacio idóneo para personas saturadas de dolor, rabia y animadversión, que hasta antes de su aparición se tenían que embarazar sus sentimientos. Se puede entender que el chillido es una forma sana de manifestar la inconformidad. Se puede entender que el disparate es una suerte de catarsis, que alivia, que destila, que vomita bilis. Todo eso es comprensible, pero ¿dónde quedó la capacidad para reflexionar no ya sobre lo que veo o siento sino también sobre lo que ese otro ve y siente? Es decir: ¿para pensar no por uno mismo sino por el otro, por quien constituye mi neutralidad y mi contraparte?
Pareciera que no estamos diseñados para meditar, que la paciencia que conlleva todo análisis ha quedado anulada, que la emoción más grandilocuente es la más axial.
Lo fácil. Lo inmediato. Lo rápido. Todas estas cualidades que reúnen nuestros influencers son el síntoma de la frustración de trascendencia que se necesita para… ¿para qué? ¿Para qué el aplauso? ¿Para qué el like? ¿Para qué el retuit? ¿Para qué?
¿Qué se logra con replicar ese trino que destila veneno? ¿Qué se logra con replicar esas aseveraciones efectistas en tiempos de agitación? ¿Qué se logra con replicar al que aprovecha una circunstancia para denostar en río revuelto?
Trollear se ha vuelto un malvado placer. Es no más que la ocasión se presente para que una caterva de usuarios se apresure a fulminar, como si ese otro les hubiera hecho algo a ellos. A los influencers no se les consulta su veredicto, pero ellos, fieles a sí mismos, presentan su reporte. ¡Lux in tenebris!
Desde luego, no sólo es en el escenario político. Ahora hay cuentas dedicadas a multiplicar frases, aforismos, versos, imágenes. Como si eso equivaliera a compartir la filosofía, la literatura, la poesía, el cine.
No se puede entender a Nietzsche fuera de su contexto natural, o sea: fuera de sus libros, no se puede tomar una de esas frases que tanto se esparcen, y entender en qué consistía su sistema filosófico.
¿Por qué adoptar la frase extraída –la mayoría de las veces ni siquiera se dice de dónde proviene- de Más allá del bien y del mal y no aventurarse a la lectura del libro? ¿Por qué replicar la cita de Iván Karamazov, cual axioma, y no ir a ese soliloquio nihilista ubicado en Los hermanos Karamazov?
Por pereza. Por comodidad. Por flojera. Porque la sociedad de la imagen no privilegia el ser, sino la pose del ser. Porque el quid no es ser, es parecer; porque el quid no es preguntar, es pontificar; porque el quid no es sopesar, es atacar; porque el quid no es razonar, es citar.
La vanidad es inherente al ser humano. Qué alivio es ser anónimo -“ansiar poco es tener todo; ansiar nada es ser libre; no tener ni ansiar, hombre, es ser cual los dioses”, dicta Ricardo Reis-. Qué alivio, digo, si uno lo contrapone con aquellos cuya preocupación es la popularidad. ¿Se han puesto a pensar cuántos de estos influencers trinan en función de su afán por la réplica? ¿O acaso creen que de verdad son personas sensibles, despojadas de cualquier pretensión distinta a fomentar la discusión pública?
Vanidad todo es vanidad, se adelanta el Eclesiastés. Todos estamos contagiados por ella. Es más: si alguno de esos influencers cita mi texto, ¡yo lo replico! Es normal: uno escribe para que lo lean. Ellos trinan para los retuits. Los hay astutos: la seguidilla les genera abultados ingresos.
El público y su chantaje. Un tuit es bueno no porque sea bueno, sino porque es popular. Un tuit no es interesante porque sea interesante, sino porque ha sido replicado miles de veces.
Someter el acto en procura de la satisfacción del otro es una necedad peligrosa. Hay un escritor que renunció a la fama, pensando en el papel plebiscitario que toma el público: me refiero a Juan José Saer. Hoy celebrado por la crítica.
El público, es decir: la comunidad de las redes, otorga cierto poder a los influencers. Y entonces se opacan cuentas que de verdad hacen aportes. Naturalmente, las hay.
Pero esto de pensar fácil es una cuestión mucho más profunda de lo que se cree. Es como consecuencia de esa actitud que en la literatura y en otras artes, surgen estrellas cuya fama no es proporcional a su talento. El arte transmuta su razón de ser: se produce no por encantamiento de ella, sino por el capital. Se crean estrategias de marketing: cierta literatura para cierto público. El mercado es tan feroz que invade todo tipo de género: hasta al outsider y al melancólico le tienen su prototipo. (Uno les dice que esa literatura es cosmética, pero son tercos y rabiosos, y le son devotos a sus dioses).
Los abanderados de la abstracción colectiva, la patria, no se quedan atrás. Por ahí tienen su programa de indignación estéril. Por ahí tienen sus representantes con miles de seguidores; todo lo que deriva de ellos es plausible. Por ahí ronda su bufón, que a toda desgracia le encuentra la burla: “el humor es una manera de dudar”. (Heinrich Böll desmanteló esa gracia bastante bien).
Ciertos periodistas no se quedan atrás. Antaño se hablaba de notar, ahora es hacerse notar. Como sea: en vivo, en trinos, en despampanantes trifulcas. Los medios, siempre atentos a la pauta, les interesa vincular a estos comunicadores, pues su presencia es equivalente a más rating. Estos sujetos lo saben. Y ahí están: despotricando a diestra y siniestra, “mi opinión no representa la de mi empresa”, no por una naturaleza social, sino por la necesidad de la aprobación, del prestigio, del saberse notables.
Hay algo positivo en todo esto. Los estudios culturales ya le han metido el filo al tema; pero no es necesario traer a uno de esos pensadores y plagar el texto de referencias. Estas son mis apreciaciones. Yo espero -acto de buena fe- que los trinos de nuestros influencers sean producto de lo que ellos consideran, y no de lo que un abuelo, una madre, una tía o un primo, les dictan. ¡Al menos no citan! Y eso, a despecho de la academia, es relevante.
A lo sumo, el problema de esto sea el adjetivo. (Ya no en lengua original, claro). Es que indican que x o y es influenciador, y uno se detiene: Ovidio fue condenado al destierro por el temor del emperador Augusto; Osip Mandelstam fue encarcelado por Stalin, porque ese poema que escribió en contra suyo podía superar su imagen; a Céline se le priva de homenajes por su antisemitismo, en una pluma tan potente como la suya cualquier palabra podía generar simpatías. Es decir, uno piensa en personajes como estos, y como tantos más –baste revisar la historia de ciertos próceres-, y se le hace difícil entender que un muchachito que hace convulsionar una cámara ostente semejante título.
En definitiva, lo de las redes es paroxismo de la pose. Hoy más que nunca se hace necesario reformular la pregunta por el ser. Entre tanta algarabía que prolifera convendría volver a ese eterno retorno revestido de virtudes: el silencio. A ustedes, influencers, los invito a abocarse a él.