Columnista:
Deison Dimas Hoyos
Por muchos años en la historia de la humanidad la guillotina fue una maquina utilizada para aplicar la pena de muerte por decapitación en varios países europeos, en especial, en Francia, donde se dice que fue usada por primera vez en la época de la revolución francesa. Era un método de ejecución legal, un espectáculo público y cuyo nombre provino del cirujano francés Joseph Ignace Guillotin, diputado de la asamblea nacional para la época. La guillotina fue usada por primera vez en Francia en abril de 1792 ajusticiando a Nicolás Jaques Pelletier, un delincuente dedicado al hurto. La última persona decapitada por la guillotina en Francia fue Hamida Djandoubi, inmigrante de origen tunecino, en 1977, quien fue condenado por el asesinato de su novia Elisabeth Bousquet.
Hoy en día, cercenar la cabeza a una persona como pena o castigo es una forma de violencia máxima y extrema, que busca, por un lado, envilecer la cabeza de la víctima como trofeo de guerra y, por otro, generar un escenario de poder, terror y establecer zonas de control a través del miedo.
En el plano local, en la historia de la violencia de Colombia la decapitación fue una práctica recurrente de los grupos armados. De hecho, los primeros paramilitares en Córdoba, cuyo centro de entrenamiento fue la finca Las Tangas, fueron conocidos como los ‘Mochacabezas’ o ‘Tangueros’, quienes comenzaron su ruta violenta de masacres a diestra y siniestra por las zonas del Urabá y Córdoba.
Mochacabezas violentos había de cualquier bando. En el año 1996 en una nota del periódico El Tiempo se tituló: «Huyen 350 Familias de los Mochacabezas», informando el desplazamiento de familias campesinas del corregimiento de Batata en Tierralta Córdoba perpetrada por el Quinto Frente de las FARC.
Por el mismo tiempo, las autodefensas comenzaron a consolidarse en Antioquia como una máquina de guerra. Según el medio web Pacifista, en 1997 cerca de 150 paramilitares, quienes se hacían llamar los ‘Mochacabezas’, llegaron al corregimiento El Aro, de Ituango, y asesinaron a 17 personas. Tomaron el control del territorio durante 17 días, torturando públicamente a las víctimas. A una de ellas la ataron todo el día a un árbol, le sacaron los ojos y el corazón, como lo reportó el Centro Nacional de Memoria Histórica.
La decapitación fue una práctica usada de forma común por todos los grupos armados, tanto es así, que la degradación de la guerra llegó hasta el punto de barbarie de jugar fútbol con las cabezas de las víctimas y de paso convertir los ríos y cuerpos de agua como las más grandes fosas comunes de nuestro país. Aquí unos ejemplos de estos sucesos:
El Salado: Durante el 16 y 21 de febrero de 2000 el Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia perpetró la masacre del Salado, desmembrando a campesinos con motosierras y asesinando a otros por medio apaleamiento. En la escena jugaron fútbol con las cabezas de los decapitados.
Puerto Parra: En enero del 2002, quince paramilitares de las Autodefensas Campesinas de Puerto Boyacá, fuertemente armados y vistiendo prendas militares, llegaron a la finca El Chispero, en la vereda La Muerta, del municipio de Puerto Parra, Santander. Allí, se encontraba Marco Aurelio Ardila Ulloa realizando labores agrícolas. Los paramilitares se llevaron a Marco Aurelio a un sector apartado de la finca, lo desmembraron usando motosierra, lo decapitaron y el cuerpo fue lanzado al río Opón.
La violencia se hereda y sus prácticas también; de hecho, heredamos el justificar la violencia como elemento de poder y de justicia. Del primero, la captura del Estado por grupos de poder privados que han usado cualquier practica delictiva para seguir en el poder (esto ocurre en todos los órdenes territoriales). Del segundo, la creencia de que «todo muerto es malo» «estaba en malos pasos» ha perpetuado la cultura de la impunidad, la venganza y la anomia en muchos territorios.
Existe otro punto a tratar en esta realidad, ocurre mucho en las redes sociales y es, la indignación por ratico, donde el #Hasthag ha remplazado las acciones de transformación y movilización social. Esto ocurre por la inmediatez con la que percibimos y reaccionamos ante un hecho violento, y que al rato deja de ser preocupante por otro hecho tendencia bien sea similar o, en diferente plano, por un evento tosco o burdo de las redes sociales. Somos una sociedad indolente disfrazada de indignación, en la cual los antecedentes de la víctima pesan más que los hechos mismos que conllevan al victimario a perpetrar un hecho violento.
Esta indolencia es producto de muchas cosas, entre ellas la desigualdad social-territorial y una sociedad con tendencia al olvido.
Hace un mes asesinaron y decapitaron al campesino José Miguel Barrientos Uribe, cuyo deceso se produjo en la vereda La Zorra del corregimiento Ochalí en Yarumal Antioquia. En efecto, este hecho es uno de tantos ejemplos de esta indignación por ratico, expresada en los siguientes comentarios en las redes sociales: ‘Volvió la barbarie’ ‘Volvió la época paramilitar’.
A raíz de estos comentarios, un análisis de la situación del país me lleva a negar tales afirmaciones, pues no ha vuelto lo que nunca se ha ido; es decir, la barbarie nunca se ha marchado de nuestro país y, la violencia paramilitar, expresada en masacres, decapitaciones y mutilaciones, tampoco. Hoy en día, a pesar de las capturas y las bajas para mojar prensa, no se sabe las causas del asesinato de Barrientos, ni mucho menos, la situación de las familias que se desplazaron ante este hecho.
Esto no es de antes ni de ahora, es de siempre.
Hay eventos violentos recientes que retratan esta triste herencia violenta de las decapitaciones en el país.
- En el año 2012 una banda llamada los ‘mochabezas’ fue capturada en Montería gracias a unos videos donde se evidenciaba cómo Los Urabeños decapitaban a sus víctimas con un hacha. Según indagaciones, las personas fueron asesinadas por haberse robado la nómina de 350 millones de pesos de ese grupo armado.
- En el año 2015 fue hallado el cuerpo decapitado de José Luis Gallego Valencia de 19 años en una zona boscosa del municipio de Marsella, Risaralda.
- En ese mismo año, fue hallado el cuerpo decapitado de un joven de la misma edad, pero en Barranquilla, su nombre era Jhonny Javier Cabarcas, cuyo cuerpo fue encontrado en el barrio La Luz.
- En el mes de marzo de 2017 una mujer fue decapitada en el municipio de Sucre, Santander, y, en el hecho, su hijo de cuatro años también fue asesinado. La víctima fue Irene Pérez Ruiz, de 24 años y cuyo cuerpo fue encontrado en una playa del río Carare, vereda Mata de Guadua. Según informó Isabel Cristina Serna Rentería, representante legal de la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare, la mujer fue decapitada y tirada a las aguas.
- En 2018 en el municipio de La Unión, Valle, fue asesinado y decapitado un joven que residía en el sector La Ciudadela y que tenía 16 años. En este hecho solo fue hallada la cabeza de la víctima, luego de ser arrojada por desconocidos desde un carro en la zona comercial del municipio.
- En julio de 2019 asesinaron y decapitaron al líder social y miembro de la Asociación de Campesinos del Sur de Córdoba (Ascsucor), Manuel Ozuna Tapias, en la vereda El Cerro en el municipio de San José de Uré. Luego de la incursión armada su casa fue incendiada.
- Así mismo, en diciembre de 2019 un grupo de paramilitares decapitaron a un soldado venezolano. Luego del hecho, tres individuos fueron capturados en Táchira cuando llevaban la cabeza de un joven con un mensaje de su organización. El panfleto decía: “Declaramos la guerra a la ley venezolana. AUCV (Autodefensas Unidas de Colombia y Venezuela presentes)”.
- En enero de 2020, fueron encontrados dos cadáveres decapitados en la vereda El Toro, en la finca las Acacias Caucasia, las víctimas mortales respondían a los nombres Jimmy Antonio Baquero y Belisario Villegas.
- El 4 de diciembre de 2020 fue decapitado el líder indígena Miguel Tapí Rito, de 60 años, en la comunidad El brazo, corregimiento El Valle del Municipio de Bahía Solano.
- En este año, en el mes de enero, fue arrojada una cabeza humana con cuatro disparos en el sector La Galería en Tuluá Valle del Cauca. La víctima fue el joven Manuel Fernando González Nieto de 20 años, residente en el barrio La Esperanza y quien trabajaba en la plaza de mercado.
Es claro que con la violencia se vive y se sobrevive, unos de lejos y otros de cerca. Desplazados, decapitados, masacres, víctimas y desaparecidos siguen siendo el pan de cada día de nuestro mal heredado conflicto armado, donde unos mueren sin cabeza y otros vivimos sin memoria.