Columnista:
Julián Bernal Ospina
Que un presidente de derecha diga que es de centro es una burla. Pero el problema no es solo que lo diga, sino que no pase nada. Que el rechazo no sea tan contundente como para que ese tipo de burlas no suceda otra vez. Ser de extremo centro después de defender la ideología de su partido y sus propios intereses, así como la mercantilización de la cultura, es como decir que el exprocurador y embajador de Colombia ante la OEA Ordóñez es un hombre de libertad.
Hombre de libertad, claro, después de que ha defendido la penalización del aborto en todos los casos, la imposición de la moral religiosa como criterio político de todo ciudadano colombiano, y la criminalización de lo que le suene a izquierda. Es un hombre de libertad solo en el caso del humo que brota de los libros quemados. En esto sí estoy de acuerdo.
La razón: estamos acostumbrados a que, en el juego de la política, se diga que algo es exactamente lo contrario. De suerte que Fernando Londoño tiene las ideas tan jóvenes como el cuerpo, Néstor Humberto Martínez es la persona más importante en Colombia para la lucha contra la corrupción y Juan Manuel Santos sería recordado como un político traidor de su clase. Y ese juego, como si no nos percatáramos de lo que sucede, continúa y se ensancha, no como algo que suceda alguna vez, esporádicamente; más bien, como un acto estructural: la forma asidua en que los políticos se relacionan con los ciudadanos. La política de la mentira.
Una mentira como que remplacen carne de vaca por carne de burro para la alimentación de niños en sus escuelas. Una mentira como que se diga que se van a invertir los recursos públicos en su alimentación, y en cambio son robados millones. La única verdad es que el hurto es el único pan de cada día. Mientras tanto en esas mentiras viven quienes se aprovechan de caciques y varones electorales en las regiones a fin de dominar el juego de la política. Ni siquiera los detiene lo más básico de una nación: la comida sobre la mesa para los niños. Es un juego perverso, y es una vergüenza.
Porque la mentira no es una omisión de un momento de otro. Repito: parece ser un aprovechamiento continuo, recíproco y condescendiente. También estamos acostumbrados a ella. Es más conveniente siempre y cuando mantenga el mismo lugar del privilegio, y permita conservar la comodidad de la zozobra. Una mentira conveniente es más agradable que una verdad liberadora. Aún más, cuando la mentira significa el privilegio de la injusticia y haga olvidar, aunque sea por un instante, el sufrimiento detrás de cada acción.
Desde el momento en que el sistema está pensado para diseñar estrategias de márquetin en pos de vender a un candidato, la mentira campea como disfraz manipulador. La política viciada se mide en votos, en likes, en seguidores. No en coherencias, no en transparencias, no en vocación real de lo público. En cambio, abundan los políticos como maniquís sonrientes dispuestos hasta a vender el alma con tal de ganar las elecciones.
Confunden el servicio de lo común con acciones a su favor: porque el poder solo está bien si están ellos detrás. El poder es su fin último, ni siquiera importa el dinero. El dinero también resulta un medio. Todo es un medio para ese fin último. Si los ciudadanos supieran de verdad lo que hay detrás de esas caras sonrientes, seguro tomarían otras decisiones. Pero esos políticos existen también porque muchos ciudadanos les creen y, en algunos casos, se benefician de ellos: son parte de la política de la mentira.