Columnista:
Fernando Sánchez
Colombia es un cúmulo de oximorones y sinsentidos. Un país democrático donde al pueblo se le censura, ultraja, tortura y asesina; un Estado social de derecho sin respeto por la dignidad humana. Un asentamiento troglodita disfrazado de república soberana. Un narco-Estado.
Colombia siempre ha sido el confluir de todo aquello que está mal en la sociedad: la envidia, la corrupción, la violencia, la arbitrariedad, el exceso, el egoísmo, el facilismo, el nepotismo; y, sin embargo, nunca, hasta hoy, habíamos experimentado el terror de ser atacados de forma directa, descarada y sanguinaria por el gobierno de turno. Nunca, hasta hoy, habíamos sido objetivo militar de las «fuerzas del orden».
Y es que, si de algo han servido estas casi cuatro semanas de paro nacional, aparte de demostrar el descontento generalizado de un pueblo llevado al límite, ha sido para acentuar y dejar en evidencia el espíritu bélico del segundo mandatario, Iván Duque Márquez, y del sempiterno presidente, y ‘Gran Colombiano’, Álvaro Uribe Vélez —El Führer, el ‘Matarife’, el ‘Innombrable’—.
Esta dupla maravillosa ha aprovechado los desmanes y el alboroto para materializar sus más oscuras fantasías de guerra; y ha hecho del pueblo su enemigo. A ninguna dictadura le conviene un pueblo despierto, consciente y decidido, y la salida más fácil siempre será utilizar su poder militar para reprimirlo y silenciarlo; y estos no han dudado un segundo en disponer del Esmad, de la Policía y hasta del Ejército para conseguirlo.
Esto no sería tan preocupante si no estuviera acompañado de una enervante complicidad de parte de los «ciudadanos de bien». Los de «mano firme y corazón grande». Esas instituciones morales poseedoras de la verdad absoluta; criaturas impolutas y ejemplos perfectos de superioridad social. Víctimas cuando les conviene y paramilitares mercenarios cuando el Estado así se los alcahuetea. La «clase media» agobiada que debe salir a desfogar la frustración en sus camionetas blancas y con sus fusiles de asalto, disparando a mansalva a todo aquel que tenga pinta de indio, izquierdoso, arrastrado y guerrillero; a los vándalos.
No sería tan preocupante si el desgobierno de Duque—en conjunto, por supuesto, con la siempre vigilante oligarquía colombiana, en cabeza de Sarmiento Angulo—, no nos hubiese sumergido tan profundo ya en esa falsa dicotomía de la izquierda guerrillera y homicida, en contraposición con la derecha justiciera y honorable (?). No lo sería si esta pobre excusa de mandatario no nos hubiera llevado 70 años atrás, a enfrentarnos como «godos» y «cachiporros».
La agenda uribista y sus medios aliados convencieron a más de 10 millones de colombianos de que el sector de la oposición conspira, no en contra del Gobierno, sino de la patria y sus valores fundamentales. Pintaron a la «izquierda»—progresismo— y a sus simpatizantes como seres demoniacos con cuernos y alas de murciélago que duermen suspendidos del techo y que pueden controlar la mente de los ciudadanos de bien —y siendo Colombia un país de camanduleros y supersticiosos, no fue complicado—; y, llegados a este punto, se le permitió a la Policía extralimitarse a la hora de impartir autoridad bajo el supuesto de un inminente riesgo en la estabilidad de la nación, incitando al caos y la destrucción, para luego justificar la tortura y la violencia como método de control: la estigmatización y el exterminio de los que opinan diferente.
Pero, de nuevo, todo esto no es exclusivamente culpa del Gobierno inepto y la oligarquía sinvergüenza; de hecho, sin el soporte de tantos idiotas útiles en el pueblo mismo, esta agenda uribista no sería más que los desvaríos de un viejito venido a menos, de un anciano con delirios de poder, de la prima donna de la política colombiana. Sin el apoyo de un pueblo megalómano, clasista y arribista, las ínfulas hitlerianas de Uribe se habrían quedado hace mucho en el olvido selectivo al que está acostumbrado este país.
Al final del día, no es extraño que el ‘Matarife’ aún reciba tanto apoyo. Es fácil justificar los campos de concentración y los hornos cuando no es uno el que va a terminar ahí. Es fácil justificar la violencia y el asesinato con fusiles y revólveres en las manos. Es fácil estigmatizar la lucha por un cambio cuando a uno le han vendido durante siglos la idea de que no existe nada mejor que lo que ya se tiene, y que, además, nos corresponde estar agradecidos por ello.