Columnista:
César Augusto Guapacha Ospina
El índice de Gini o coeficiente de Gini es una medida económica que sirve para calcular la desigualdad de ingresos que existe entre los ciudadanos de un territorio en concreto, normalmente, en un país. Teóricamente, este índice se encuentra entre 0 y 1, siendo 0 la máxima igualdad posible; todos los ciudadanos tienen básicamente los mismos ingresos, y 1, que significa la máxima desigualdad; todos los ingresos los tiene un solo ciudadano. Colombia es uno de los países socialmente más desiguales del planeta, con un índice de Gini que según el Banco Mundial osciló entre el 0,58 y 0.51,3 entre 1991 y 2019.
Esta variable es para un desempeño global del país, no obstante, si miramos detenidamente el índice de Gini sobre la tenencia de la tierra, encontramos que Colombia se encuentra quinto en el escalafón mundial con un escalofriante índice de tierras que oscila entre 0,80 y 0,90, según Restrepo y Morales, así como Kalmanovitz. Es decir, pocas personas en el país concentran prácticamente toda la tierra disponible, con una notoria tendencia al incremento de este indicador; lo que supone una problemática gravísima en contraste con una postergada e imperante reforma integral agraria.
En el año 2011, un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) sobre Desarrollo Humano para Colombia hizo un detallado diagnóstico sobre las causas estructurales de la crisis rural en el país. Este estudio analizó las dinámicas económicas, sociales, políticas y ambientales en un contexto de causalidad compartida entre dos fenómenos de conflictos colombianos como lo son el agrario y el armado, y concluyó que el patrón histórico de comportamiento de estos conflictos ha estado predominado por una variable sobresaliente: la concentración y propiedad de la tierra. De esta manera, se evidencia que, para solucionar un conflicto ambiental, primero se debe solucionar un conflicto social y eso es, en esencia, intervenir la problemática de forma concreta.
La intervención de conflictos a nivel nacional, particularmente de aspectos tan relevantes tendientes a la distribución de la tierra y su titulación, así como un catastro multipropósito, acceso a créditos, diversificación de la matriz energética interna y tecnificación del campo, protección de los servicios ecosistémicos, aumento de la demanda interna y políticas públicas transformadoras, en temas claves como la lucha armada y la crisis rural, cuyas principales causas han tenido una transmutación histórica tan difícil de gestionar en el contexto tan particular como el colombiano, supone casi que una tarea con tinte de quimera de largo aliento; un imposible posible. Lo más llamativo de esto, es que se han realizado esfuerzos para avanzar en un cambio coyuntural del campo, no obstante, la realidad de esta multiplicidad de crisis (rural y climática) debe entenderse desde enfoque de cambio estructural y complejo.
A la luz de los datos abordados, se puede entrever que la tenencia de la tierra ha estado en el eje central de los diferentes ciclos de violencia colombiana al configurar esencialmente dos tipos de conflictos que convergen en un escenario trágico: conflicto agrario y conflicto armado. Con esto, quiero reafirmar mi posición expresada en la anterior columna acerca de un feudalismo criollo disfrazado de capitalismo raquítico que persiste sistemáticamente a lo largo y ancho del país. La tierra no debería ser considerada un símbolo de poder, sino como un símbolo de riqueza para transitar de la potencialidad a la explotación. Esto implica, ineludiblemente, un cambio de paradigma adscrito a las necesidades contextuales, asociadas a ventajas comparativas y explotación de las potencialidades agroindustriales del país, como medida a largo plazo que garantice una justicia ambiental y en esa medida, un direccionamiento estratégico tendiente a paliar sustancialmente la crisis climática a nivel nacional. Después de todo, la desigualdad no es económica ni tecnológica, es ideológica y política: Thomas Piketty.