Autora: Tatiana Barrios
Recordemos que entre los símbolos patrios encontramos la bandera. La tricolor que se ondea con firmeza y lleva encima toda la historia de un país. Con el amarillo representa nuestras riquezas, el suelo colombiano y la soberanía; el azul representa nuestras fuentes hídricas, las aguas que llenan las costas de nuestro país, los ríos y los lagos; y el rojo, esa última franja de la bandera, representa la sangre derramada por los patriotas que buscaban libertad.
Hoy día, las riquezas que simboliza el color amarillo fueron y son saqueadas en este mismo momento, la soberanía del pueblo burlada, nuestros mares desprotegidos y la biodiversidad que dentro de ellos se encuentra masacrada.
La sangre… la sangre aumentó, sin mesura ha acabado con sueños y familias, con la esperanza de un pueblo que desde hace siglos clama justicia y paz. Aumentaron los llantos y los lamentos, la indignación es una fuerza superior que ha terminado por apoderarse de nuestros cuerpos, porque el dolor de perder más vidas por la violencia y el abuso carcome el alma.
Es por esto y muchas otras razones que desde el 21 de noviembre se iniciaron las manifestaciones con motivo del paro nacional, marchas y plantones que con antorchas, tambores, carteles y arengas mostraron el descontento social que sentimos los colombianos por las medidas que se han tomado y se piensan tomar, que terminan por exterminar nuestra esperanza de una mejor vida. Manifestaciones que mayoritariamente han sido pacíficas, donde se ha demostrado que Colombia sueña con la paz y la justicia.
Ha quedado para la historia el empuje de los jóvenes: una generación que no se deja de nada ni nadie, difícil de engañar y manipular, porque son los jóvenes precisamente los que han liderado con su talento el curso de este paro nacional.
Sin embargo, a pesar del carácter pacífico en que la mayoría de las marchas se han desarrollado, el miedo ha sido también protagonista, junto a un Estado opresor que ha usado la técnica del pánico para manejar algo que ya se les salió de las manos, una institución que en vez de proteger al pueblo lo asesina, y un presidente con poco carácter para gobernar el país, con un gabinete que, igual o peor que él, muestra incompetencia y apatía al clamor del pueblo.
Fueron estas, tal vez, las razones que motivaron a muchas personas a salir a las calles, entre ellos a un joven de 18 años en vísperas de su grado; un joven que, según cuentan los más cercanos, protestaba pacíficamente por su educación porque iba a salir del colegio y no tenía cómo entrar a una universidad privada. Pensará usted, ¿y la pública? A la pública entra el que tenga mayor suerte, porque no da abasto, porque convulsiona, y es esa, de hecho, una de las razones que tiene a los estudiantes protestando.
Estamos hablando de un joven que fue asesinado en manos del Estado, sí, asesinado. No fue un accidente lo que ocurrió, dejemos de romantizar los hechos. A Dilan lo mataron.
Y al igual que él son muchos los jóvenes que se encuentran en peligro en las calles, pudiendo ser víctimas de la brutalidad del escuadrón de la muerte, que parece haber sido educado bajo los principios de opresión y violencia.
Este desafortunado evento debería conducir a los ciudadanos a agregar el desmonte del Esmad a la lista de razones del paro. Suena absurdo tener una institución con el objetivo de controlar disturbios y que sus funcionarios sean quienes creen los disturbios y arremetan como animales contra personas que no hacen absolutamente nada ilegal, porque la protesta es legítima y tiene protección constitucional. Entonces, ¿cuál fue el pecado de Dilan? ¿Por qué aquella persona disparó directo a él? No hay razón que justifique el acto.
Muchos están en campaña para evitar el odio contra la Policía, y tienen toda la razón, no todos los que prestan el servicio actúan de la misma forma. Pero hay que reconocer también que el error de unos, condena a la institución, porque el uniforme que portan los hace representantes de la misma.
En estos momentos mi inconformidad es contra la institución policial, que con todas las fallas que han quedado en evidencia durante el paro me lleva a cuestionarme bajo qué principios educan a quienes ingresan ahí, ¿en realidad buscan defender al pueblo?
Y la cuestión aquí no es irse en contra de los patrulleros, porque, de hecho, la lucha del paro es también por ellos, porque son del pueblo; el punto central del debate es ver los problemas desde su raíz, desde las cabezas que los dirigen y les dan las órdenes, desde la disfuncionalidad de la división del Esmad y su efecto contraproducente que le ha premiado con la mala fama que hoy en día tiene.
En todo caso, en un país que ha sufrido de violencia durante años, no se debe concebir una institución que represente al Estado causando daño, es estúpido.
Ahora, si bien es cierto y entendible el sentimiento de rabia y hasta de rencor que muchos pueden tener contra el Gobierno y sus líderes por los hechos acontecidos, es absurdo volver al rostro de este joven para incitar más violencia. Siempre he sido partidaria de la protesta pacífica porque considero que calmar violencia con violencia es imposible, y cuando el pueblo promueve la agresión es él mismo el que sale herido, son sus hijos los que mueren, y creo que ya es suficiente de muertes, ¿o es que acaso quieren que aumente todavía más el rojo de la bandera?
Ojalá no se sacrifiquen más vidas para poder ser escuchados, ni la de policías, ni la de civiles; que el Gobierno saque la determinación que le ha hecho falta y sea capaz de plantear soluciones útiles para todos.
Mientras tanto, el paro sigue, sigue por Dilan, por los indígenas, los niños y los jóvenes, por que se respeten los acuerdos con estudiantes y profesores, por el desmonte del Esmad, por la reforma pensional y laboral, por la estabilidad económica, la dignidad, la justicia y la paz. Se tendrán que preparar para seguir escuchando los gritos del pueblo y el ruido de sus cacerolas, porque ahora, más que antes, el paro sigue.
Foto cortesía de: El Espectador
Al paso que vamos el rojo cubrirá toda la bandera. ¡Basta ya de violencia! Mucha ha sido la sangre derramada y las lágrimas no logran lavarla.