Autor: Germán Ayala Osorio
Hay una idea generalizada que ronda las redes sociales y otros espacios de opinión en torno a los resultados que arrojó la jornada electoral del domingo 27 de octubre, y que señala que el “país cambió y que hay un nuevo mapa político”. Es posible que haya una “brisa” de cambio, no asociada por supuesto a la “brisa bolivariana” de la que habla el ladino Diosdado Cabello. Pero esa brisa viene en medio de unas circunstancias que poco ayudan a consolidar una democracia amplia y fuerte, a través de partidos políticos fuertes y con miembros disciplinados.
Y en cuanto al “nuevo mapa político”, hay que señalar que su fortaleza y su incidencia práctica muy seguramente cambiarán para las elecciones de 2022, por cuanto no responde a un cambio generalizado de la cultura política. Por el contrario, responde más a reacciones coyunturales asociadas a proyectos individuales y no a proyectos de región claros y definidos. Una vez lleguen a su final, estas administraciones locales y regionales, y vengan las presidenciales de 2022, nuevamente se hablará de la existencia de otro nuevo mapa político. Al final, con cada elección, el único que sale fortalecido es el establecimiento.
Parte de esas circunstancias a las que hago referencia tienen que ver con las coaliciones, fruto del progresivo y sistemático debilitamiento de los Partidos Políticos. En las campañas que el domingo 27 de octubre alcanzaron gobernaciones y alcaldías, las coaliciones fueron fundamentales y determinantes para alcanzar esos objetivos políticos.
Hay coaliciones que no necesariamente responden a la construcción colectiva de un programa de gobierno, sino a la confluencia de intereses electorales y burocráticos que terminarán por naturalizar el clientelismo y la captura mafiosa del Estado.
En esa medida, al momento de hablar de perdedores y ganadores, hay que señalar que la Política, con P mayúscula, es la gran perdedora, puesto que no solo hubo compra y venta de votos, trashumancia y constreñimiento al elector, sino que muchos de los candidatos que aspiraron a llegar a las alcaldías y gobernaciones lo hicieron con el genuino interés de llegar para “hacerse con el Estado” como si este fuera un botín.
Y muchos de los que llegaron harán todo lo posible para que esa “captura” les deje los mayores réditos políticos y económicos, no solo para pagar las deudas adquiridas (económicas y políticas), sino para mantenerse en el juego político de cara a las próximas elecciones.
Pero así como perdió la Política, también son perdedores los partidos políticos tradicionales, Liberal y Conservador, y esas otras organizaciones políticas que se hacen llamar partidos, pero que realmente son movimientos y, en el peor de los casos, microempresas electorales. Hablo de Cambio Radical, el Partido de la U, MIRA y el Centro Democrático, entre otros.
Y como consecuencia de esa nueva derrota, la democracia colombiana también perdió. Y es así, en términos de la responsabilidad política que deberán asumir tantos los alcaldes y gobernadores electos bajo la figura de las coaliciones.
Me pregunto: ¿a nombre de qué partido político asumirán las responsabilidades por lo actuado y decidido en cuatro años? Les tocará a muchos asumir responsabilidades individuales por cuanto el respaldo político se diluye en unas coaliciones que parecen responder más a un proceso de “amangualamiento” electoral.
Otros dirán que aquello de que las democracias modernas necesitan de partidos políticos fuertes, es apenas un deber ser que sobrevive en los límites de la filosofía política. Y tendrán razón si se mira lo que viene sucediendo en otros países del mundo en donde los partidos políticos devienen en una profunda crisis programática, estatutaria e ideológica, como si el Fin de la Historia de Fukuyama les hubiera pasado factura de cobro. Situación de la que Colombia, por supuesto, no podría ser ajena.
Por el contrario, considero que la debilidad manifiesta de los partidos políticos en Colombia es un ingrediente más que coadyuva al cerramiento democrático y a la consolidación de un régimen democrático meramente formal y procedimental, pero que en el fondo, poco aporta a la construcción de un régimen de poder que asegure unas condiciones éticas insoslayables que tienen que ver, no solo con asumir responsabilidades políticas, sino con la construcción de una cultura política derivada del actuar de los mejores operadores políticos. Al no llegar los mejores a los cargos de elección popular y al deber su elección a caciques, a mafias, a empresarios y a banqueros, se consolida lo que se conoce como la kakistrocracia.
En esa línea, entonces, las coaliciones entre partidos, movimientos, clanes, expresidentes y gamonales locales que el domingo 27 de octubre triunfaron en Colombia, lo hicieron a merced del régimen democrático. Se está, entonces, ante un triunfo con sabor a derrota.
Para que la brisa que algunos sintieron que pasó por las mesas de votación se convierta en una tormenta de cambio, se va a requerir un cambio profundo en las costumbres políticas, en la ciudadanía, en especial, en aquellos ciudadanos que aún creen en el fantasma del castrochavismo y en otros que tienen una idea precaria de lo que es la política, el Estado y la democracia.
Quizás cuando esas condiciones estén dadas, entonces sí vale pena pensar y exigir la existencia y presencia de partidos políticos que realmente recojan las demandas sentidas de la gente, de las comunidades, y den respuestas a través de políticas públicas, ojalá de Estado y no de gobierno.
Por ahora, disfrutemos de la pequeña brisa, con el sueño de que para el 2022 logremos proscribir ese ethos mafioso que sigue presente en la actividad política electoral, dentro de los partidos y del propio establecimiento.
Foto cortesía de: RCN Radio