Voy a suponer, no me consta.
En algún momento la humanidad era como el universo: un todo: un gran conjunto. La tierra no estaba parcelada. No existía biblia, ni el pecado original de las nacionalidades. Nadie construía muros, nadie los consideraba necesarios. Importaba más –mucho más- la sensibilidad de la piel que su color. Podíamos comunicarnos porque sabíamos que para no ser mudos, teníamos, primero, que ocuparnos de no ser sordos.
Y algo pasó.
La desconfianza fue ley donde alguna vez reinó el desinterés. Una cifra dividió lo que la naturaleza tardó una eternidad en complementar. La codicia y el egoísmo se propagaron, invisibles y raudas, cual moléculas radioactivas. Hasta convertir el mundo en lo que es hoy: “En el mundo que vivo existe lo mío y lo tuyo… la propiedad privada –dijo José Mujica, que refutó la existencia del socialismo en el planeta- el socialismo, tal vez, estaba más cerca a las tribus primitivas, porque lo mío y lo tuyo no nos separaba; porque el cazador que cazaba un venado sabía que el venado no era de él, era de la tribu”.
El mundo navega por un mar de conmoción, a bordo de una barca hecha de pesimismo, desesperanza e individualismo.
Todo iba mal –lo sabíamos- pero por una mezcla de pavor e indolencia, estábamos alertas a que pudiera pasar algo peor. Cuando el mundo pensó que el mundo no podía estar peor, apareció un tal Donald Trump. Un multimillonario empresario, de raza árida, y Presidente de los Estados Unidos de América. Un hombre -que no ve la tierra como un planeta sino como una gigantesca empresa- decidiendo el rumbo de siete millones de personas.
Tiene tanto poder que nadie sabe qué hacer con él –parece invencible.
Xenofobia, racismo, fronteras morales, voracidad imperialista, miedos capitalistas, despotismo y nacionalismo son los cromosomas que engendraron al monstruo. Trump prometió construir un muro que ya existe, compara la raza judía con las cucarachas, y recomienda al mundo ponerse rodilleras. Nadie sabe si está demente, pero todos temen que quiera gobernar el mundo con el terror que provoca ese sincero aborrecimiento a la humanidad.
Pero no está solo, el año pasado, logró infectar algunos niños de una escuela en Michigan: “Build the wall” (¡construyan el muro!) les gritaban a sus compañeros latinos.
Cuando la campaña presidencial andaba a media máquina, creímos que Donald Trump era uno de esos locos, encorbatados, que gritan por la calle cosas que nadie entiende ni intenta entender. El mundo ignoró esos miles de Donald´s Trump´s que además de habitar el mundo, moldean a diario sus propios y exclusivos mundos. Olvidamos que el electo presidente del capataz planetario es un ejército invisible que el capitalismo reproduce como conejos.
La amenaza no es Donald Trump, es lo atractiva que puede llegar a ser su historieta apocalíptica. Decía alguien que “si los humanos fueran dinosaurios votarían por el meteorito”, no sé qué tan cierto sea porque no puedo razonar como tal. Pero de lo que si estoy convencido –gracias a la llegada del monstruo a la Casa Blanca- es que “los sueños y la angustia nos unen”, y que los mundos de ciencia ficción que cada uno quiere poblar nos dividen.