Columnista:
Julián Bernal Ospina
En este mundo de cifras, palabras buenas, palabras malas, ira inmediata y amor fugaz una flor nace todos los días. Una flor y un millón de flores brotan de la tierra sin importar quién las mira. Una en este caso que sorprendido vi ayer, después de ser cortada por una guadaña energúmena. Era la flor de un maní forrajero que hay al borde de mi casa, y que se multiplica en cientos como quizás la belleza: espontánea, iluminadora, generosamente. Cabecitas amarillas, bombones de sol de la tierra, nacen del pasto al ras del suelo. ¿Quién diría –cabecita cabecitas– que eres la metáfora liberadora, la libertad?
Una vida sin ti, sin flores, debe ser aburridora. No lo había pensado, aunque la he vivido. En Marte, en la Luna, la Tierra debe ser árida, como la tierra de algún desierto, como la tierra quemada. Ahora, tampoco es culpa de la superficie para nacer: estas flores que miro, aunque no requieren que nadie las mire para existir, son «flores» porque las nombro: la palabra flor es heredada, legada de millones de voces que, como esa flor –esa cosa, esa sí, que no depende que la nombre– a su vez son hermosas cabecitas nacidas del pasto, con su tallo y su raíz. La palabra la nombra, si quisiera, con su belleza, su sonoridad de vocal solitaria, como si la o fuera una flor en medio de la aridez.
De manera que hay ojos que son desierto, y ojos que son flor. Podrían ser, por qué no, ojos flor de desierto, ojos desiertos de flor, flores desiertas en ojos, ojos desiertos en flores. Tantas posibilidades de ser ojos como el número en que se repite las flores del maní forrajero que va creciendo segundo a segundo al lado de mi casa. ¿Por qué será, bombón de la tierra, que este paisaje es la libertad? ¿Por qué será que eres un pequeño sol de un universo que no entiendo y que amo? ¿Por qué tengo que odiar para liberar, reaccionar ante el abismo como un perro que ladra porque otros ladran, y por qué no puedo, más bien, amar lo que eres, y amar lo que no alcanzo a ser y lo que no seré?
Si se supiera que el goce no es el privilegio. Si se alcanzara a dimensionar el alcance de las cosas ínfimas y de su belleza. La prueba eres tú, diminuta estrella, que eres y que a pesar de que busco palabras no te alcanzo a ti en tu totalidad. Cada palabra que arriesgo es escasa, imprecisa y borrosa. Prefiero esa búsqueda que va detrás de ti, que te admira en tu absoluta limitación, que pretende describirte y que, por respeto a ti, solo se ajusta al camino que has escogido, hacia el cielo, y a tu mantenerte erguida, y a tu renacer digno dos días después de ser cortado tu tallo.
No creas que no reconozco tu lucha. Cada vez eres menos en este mundo del concreto. Sé que eres capaz de amanecer en una esquina de cemento. Sé también que tienes al alma noble: que abres tu color a todo el que se acerque. Sé también que tienes un vínculo vibrante, invisible y atrayente con otras almas que han debido trastabillar para mirarte; o que solo con el hecho de nacer te han visto. Sé que eres parte del mundo: este mundo que es ancho como ancho es lo humano. Quisiera, a pesar de todo, mirarte, aprender a mirarte y a nombrarte, y decir que te miré y que te miro mientras otro día más muere, y que eres la libertad de la belleza y la de su persistencia.