He de decir la verdad, nunca he tenido que ver con la guerra; las bombas, las balas y la sangre en medio del llanto desconsolado nunca han sido una realidad siquiera cercana a la mía. He tenido el privilegio de vivir en una ciudad grande, en donde todo se consigue a la vuelta de la esquina y sin mucho vericueto.
Soy un afortunado.
Tuve la posibilidad de terminar el bachillerato y de empezar una carrera apasionante en una Universidad en el centro del país, que estoy a punto de culminar sin mucha dificultad. La vida me ha sido fácil y llevadera. Claro, mi condición de ser humano me hace propenso y susceptible de desequilibrios cuando tropiezo, pero jamás ha sido algo tan grave o tan doloroso que pudiese causarme traumas irreconciliables. Mis padres están vivos, ambos, y mi hermana tiene una alejada vida en una ciudad europea, en la que todo debe ser tranquilo y sin mucho caos, aun cuando por estos días la situación en el viejo continente ha desmejorado.
Quizás mi mayor dolor fue la separación de mis padres o una reciente decepción amorosa que me hizo arrojar un par de lágrimas y estrellar un golpe contra el suelo. Nada realmente duro.
Me enamoré de la literatura y, aunque me faltan mares de libros por conocer, pude sentir la dureza del conflicto con Héctor Abad en el Olvido que seremos y en La oculta, y entender un poco de ese país alejado que me es invisible con Cien años de soledad de Gabo. William Ospina me ha ayudado a descubrir por qué somos como somos y por qué tenemos los problemas que tenemos, pero por la época en la que nací y por la ciudad en la que me correspondió vivir hasta ahora, esquivé las bombas de Pablo Escobar y el dolor de asesinatos tan canallas como el de Jaime Garzón, a quien admiro con pasión.
Mi vida, en resumen, quizás ha sido un poco aburrida, sin grandes preocupaciones y con una mesura constante como la de un mar apacible en la que las aguas siempre están calmadas y nunca hay un gran oleaje. Y quizás precisamente por eso me cuesta comprender el odio de aquellos que, como yo, nunca han conocido la guerra y que se oponen fervorosamente a que en Colombia haya una oportunidad para cambiar de rumbo.
No creo en el socialismo y por el contrario tengo unas convicciones muy alejadas, pero creo en la tolerancia, en el respeto por la diferencia, en el diálogo y en el comportamiento cívico. Creo que si llegamos a este mundo y a este país no fue por una mera coincidencia de la naturaleza, sino porque tenemos una misión determinante para dejar atrás una historia lamentable en la que los puños y los fusiles han estado primero que el respeto y la discusión.
Creo que nuestra raza es difícil de entender y creo que hay maldad en los humanos. No entiendo, por ejemplo, cómo es que hemos tenido la capacidad de levantar edificios imponentes y en un abrir y cerrar de ojos hemos sido capaces de tumbarlos y de hacerlos cenizas, y no comprendo cómo es que puede haber tanta insensibilidad y placer por la tortura, pero, aunque sé que una bomba hace más ruido, tengo la esperanza de que por cada estallido haya millones de abrazos y de besos y de lágrimas de perdón.
Creo en este país y en su gente y en su riqueza y en su maravilloso cielo que tiñe los más hermosos amaneceres del mundo.
Creo en una nación reconciliada y definitivamente creo que aquellos que a diferencia de mí, si han conocido el dolor en la injusticia y en carne propia se han quedado huérfanos o viudos o inválidos o pobres por causa de la guerra, merecen la oportunidad de una tierra tranquila y mejor, y creo que esa es mi tarea y la de todos los que han tenido las mismas posibilidades que yo.
Yo sí creo en la paz.