En la década de los ochenta, después de las negociaciones de paz entre el gobierno del presidente Belisario Betancur y los miembros del secretariado de las Farc, se dio el nacimiento del movimiento político de la Unión Patriótica UP, convirtiéndose este en el brazo político de la organización guerrillera, dispuesta a dar trámite civil y legal a todas las demandas que por las vías de hecho venían ejecutando y reclamando las fuerzas insurgentes desde hacía más de treinta años. No obstante, el auge de los grupos paramilitares en contubernio con amplios sectores del Estado y de las Fuerzas Armadas dio inicio a lo que hoy se conoce como uno de los hechos más vergonzosos y trágicos de la historia reciente colombiana: el genocidio de la UP.
Manifestado como una muestra más del macartismo occidental que desde la década de los 50´s dominaba la política hemisférica y visto como uno de los últimos estertores de la guerra fría, el genocidio de la UP se prolongaría por varios años de manera sistemática, dejando como resultado el asesinato de dos candidatos presidenciales, Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo Ossa, 8 congresistas, 13 diputados, 11 alcaldes, 70 concejales y un número indeterminado de militantes del partido, que algunas fuentes consideran que puede estar entre los 3500 y los 5000.
Todo esto ante la mirada inerme de todo un país y la indiferencia de un Estado cómplice, que sin rubores optó por quedarse callado. Los pocos que se salvaron del exterminio tuvieron que acudir al exilio para salvar sus vidas y la de sus familias, so pena de correr el mismo fatal destino de sus compañeros de lucha política.
Pero como Colombia es un país experto en mantener abiertas las heridas cíclicas de la historia, nuevamente se está repitiendo este mismo capítulo aciago y nefasto, paradójicamente con los mismos actores pero en distinta piel.
Más de 120 líderes comunitarios, defensores de derechos humanos y reclamantes de tierras, han sido asesinados en Colombia en el transcurso de los últimos 14 meses, lo cual da cuenta de dos factores sumamente preocupantes:
El primero, es la fragilidad del proceso de paz en su fase de implementación y reinserción de los miembros de las Farc a la sociedad civil, llenando de incertidumbres y temores la seguridad que estos tengan al momento de hacer uso de sus derechos políticos establecidos en los acuerdos; el segundo, es que a pesar de lo que a capa y espada defienden con vehemencia los sectores de derecha más recalcitrantes, el fenómeno paramilitar aún sigue vivo y su poder devastador y de aniquilamiento está más vigente que nunca.
El Estado por su parte, al igual que en la década de los ochenta y principios de los noventa, sigue calladito, calladito, mientras las cifras crecen y se multiplican con el paso de los días y los líderes sociales tienen que seguir pagando escondederos gracias a que el Estado se declara incapaz de ofrecer las garantías de seguridad necesarias para la preservación de sus vidas.
La Fiscalía por su parte también está calladita, calladita, esperando a que la cifra supere los cuatro dígitos para poder declarar que sí hay sistematicidad en los homicidios y que lo que se está fraguando no es otra cosa diferente a la continuación del aberrante genocidio de hace treinta años.
Causa también suma curiosidad el silencio de sectores como el Centro Democrático, a quienes no les merece ni un mínimo de su atención estas muertes, ya que no son víctimas de lo que ellos llaman ‘la amenaza terrorista de las Farc’. La bancada uribista del congreso, el exprocurador Alejandro Ordóñez y el candidato presidencial de Cambio Radical, Germán Vargas Lleras, representantes oligarcas de esa derecha intransigente, también están calladitos, calladitos.
Y la sociedad en general, que ve a través de los noticieros la crónica de una bomba social que se nos está explotando en nuestras propias caras, ante la cual respondemos con nuestra recurrente indiferencia y preferimos quedarnos así: calladitos, calladitos.
El futuro de Colombia y la estabilidad de la paz firmada en los pactos de Cartagena y del Teatro Colón están en juego. Nuestro deber como sociedad es pronunciarnos con firmeza ante este aniquilamiento y propender por la seguridad de los líderes sociales que aun con el miedo a cuestas, siguen defendiendo a sus comunidades de los tentáculos de los usurpadores de tierras y de los sectores narcoparamilitares que tanto beneficio encuentran en la guerra.
Nuestro deber como sociedad es nunca más quedarnos así: calladitos, calladitos.