Columnista:
Jaír Villano
La pregunta por la existencia no deviene gratuita. No es una circunstancia, un momento, un estado, aunque hay tránsitos donde golpean con más intensidad las inquietudes. Hegel llama a eso la edad metafísica. Del quién soy y por qué soy hay un vínculo estrecho con el entorno. No se encuentran alivios a esos interrogantes sin considerar lo que contribuye —o no— el espacio por donde se transcurre.
¿Qué le ofrece Cali a un joven que se dirime por su existenz? ¿Qué cualidades debe cumplir para alcanzar algunas de sus metas? ¿Hay una definición de Cali? Cali es varias: hace unas décadas el norte era asumido como el sector de la burguesía, el sur ocupaba el resto. Con esa división trazada y acentuada en los imaginarios colectivos, aunque hayan cambiado muchas de sus coordenadas, la segregación de la capital del Valle siempre se hace sentir: difiere la relación del espacio del joven de la salsa choke del oriente al del alternativo del centro, del que se sube a rapiar a una de las flotas del MÍO al que gestiona toques y baila pogos en algún bar, del que compra los libros en la librería Nacional al que saca tiempo y paciencia para buscar el ejemplar que busca en el parque Santa Rosa, del universitario que se desplaza hasta el sur al que trabaja con carros y motos en los alrededores del barrio Alameda, del que disfruta el recreo en los campos del Colombo Británico al que se busca hacer un lugar entre los tumultos del Camacho Perea.
Ser joven en Cali es pertenecer a un espacio, una zona, un callejón, un barrio, una familia, un grupo de amigos. Las posibilidades para perseguir esa presión social a la que muchos son sometidos —«ser alguien en la vida»— se hacen cercanas o lejanas de acuerdo a su posición social. Es duro reconocerlo, pero para la trascendencia personal se necesita mucho más que inteligencia. Se necesita de una orientación distinta, de otros relatos, de varias narrativas, de otras observaciones. No se es joven, se es un joven que pertenece a. Las juventudes difieren, quiero resaltar.
Muchos de los padres de la juventud actual han sido víctimas de prejuicios, resentimientos, violencias físicas y simbólicas, y no son conscientes de ello. Los mensajes que transmiten a sus hijos pueden gozar de las mejores intenciones, pero el sesgo —de la ciudad, del telediario, del país, del barrio —está impregnado.
Las interacciones en esos recintos donde la visión de mi yo ante el mundo debería cambiar también está condicionada de acuerdo a la clase. Los maestros están atareados en sus propios problemas: muchos empiezan ejerciendo su oficio por vocación y tras años y años de largas jornadas y sueldos paupérrimos se resignan a una mecánica obligación, amén de tener que lidiar con más de treinta alumnos, díscolos, ruidosos e impetuosos —como toda adolescencia —en una estrecha aula. El colegio termina siendo una tortura para educador y educando.
Estanislao Zuleta es lúcido: «Lo primero que aprendemos, desafortunadamente, cuando ingresamos a la escuela, es a diferenciar entre la clase, es decir, lo aburridor, necesario y útil; y el recreo, es decir, lo rico, innecesario e inútil. Lección desastrosa, pues quedamos vacunados contra el arte, el trabajo y el pensamiento, es decir, contra una actividad en la cual el pensamiento, la producción, la creación sean una fiesta. Contra eso nos vacunan desde el comienzo, porque todo saber se vuelve molesto, pero necesario, porque si no aprendemos lo que nos enseñan, perdemos el año y tal vez nos den un castigo o algo por el estilo».
Hay que ubicar esa reflexión en las condiciones menos ventajosas: un salón atestado de ruidos, una personalidad difusa, un círculo familiar que no garantiza auxilio, un grupo de compañeros seducido por las veleidades más dañinas. Y como si fuera poco, una educación de competitividad y señalamientos: una nota baja es sinónimo de brutalidad, una actitud jocosa es equivalente a fatuidad, la desconcentración natural es castigada en lugar de darle una nueva orientación.
En ese tipo de condiciones, surgen muchos jóvenes. Algunos con la suerte de superar los óbices y superarse a sí mismos; otros no.
Toda marcha en la existencia es obstaculizada. La juventud al constituir el primer sendero no se escapa: es incluso más fuerte, pues la decisión titubea, el miedo es natural, los amparos parecen lejanos. Se carece de experiencia, y por eso se ignora que todo en la vida es un constante tropiezo, que nos llenamos de valía al levantarnos, nos despojamos de los ideales de los cuentos de hadas y entendemos que no hay condiciones ideales. El tiempo se hace corto: se vive en el presente, porque al joven se le exige ese presente. En realidad, se pierde de vista que, pese a sí misma, la vida ofrece otras posibilidades. Hay maneras de hacerse otro porvenir.
A muchos Cali no nos ofrecía futuro. No había nada nuevo por hacer, nadie nuevo por conocer, no había otras ideas, otros escenarios, no había espacios para expresar la inconformidad. Quienes huimos de Cali lo hicimos pensando en que allá no pasaba nada.
No es que haya un cambio radical en todas las fibras. (El oxímoron es diciente: lamentablemente, la «gente de bien» es más). Pero hoy la muchachada de Puerto Resistencia envía un mensaje alentador: «resistencia».
Hoy esa juventud que está en Cali les habla a las otras juventudes de su ciudad: les narra desde el lugar de la incomodidad, de lo que implica carecer de privilegios, de padecer el futuro por ausencia del presente. De tantas y tantas inconformidades que han sido silenciadas por las artimañas del statu quo.
Hay que agradecerles a estos jóvenes que pongan en la discusión pública algo que los de la edad cuantitativa pasaron por alto: que se acostumbraron a la ciudad de la violencia, la segregación, de prácticas mafiosas, de baile y alegría artificial. Que esta juventud se aburrió de la pasividad, que está dispuesta a asumir todos los riesgos, que con sus torpezas y listezas Puerto Resistencia, resiste.