Resulta extraño que en lugares donde la mayor parte de una población se distingue surjan querellas de magnitudes bélicas, pues cada víctima y verdugo se conoce, sin embargo, sucede; el país centroamericano de El Salvador tiene una extensión equivalente a un tercio de la superficie del departamento de Antioquia y a pesar de su reducido tamaño alrededor del año 1980 se desató una de las guerras civiles más sanguinarias del continente americano.
Los contendientes fueron la Fuerza Armada de El Salvador (FAS) y las fuerzas insurgentes Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional más conocido como FMLN, son múltiples las razones desencadenantes de este periodo, aun así, las más fuertes se deben a inestabilidades políticas e inequidad económica. Por más de una década de enfrentamientos se sumaron aproximadamente 75.000 muertos y desaparecidos cuya cuenta paró el 16 de enero de 1992 bajo la firma de los Acuerdos de Paz de Chapultepec, México.
Ulises Salomón Amaya es el tercero de cuatro hijos en una familia humilde; nació en 1978 y tuvo que crecer en el período de esa guerra y padeció, como todos sus contemporáneos, los horrores de la misma; a temprana edad su madre formó otra familia y él se fue a vivir con su tía, quien fue profesora y pionera del sindicato de maestros ANDES 21 de junio; su padre telegrafista y colaborador activo del sindicato de telecomunicaciones del país; y sus primas, combatientes en la guerrilla.
Luego de sobrellevar la tragedia que enmarcó su crecimiento logró, con esmero, ser Licenciado en Filosofía por la Universidad Centroaméricana “José Simeón Cañas” (UCA) y es candidato a doctor en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (PUCV) en Chile; actualmente es docente de cátedra en el Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia y su labor en estos años se ha direccionado a pensar la realidad latinoamericana y, de algún modo, a cambiarla. Sus recuerdos en voz alta han tejido el retrato de uno de los hijos de la guerra salvadoreña.
Este es su relato:
«Vivía en Cuscatlan, pero tuve que migrar a Mejicanos (San Salvador) por ataques del ejército a mi familia por su participación en movimientos sociales, pensábamos que estar en la ciudad era mejor, pues allí se ubicaba el centro de operaciones de la guerrilla y así los militares tendrían más obstáculos para dañarnos, pues el FMLN se configuró para la protección de la población civil.
Mientras crecía aprendí a reconocer el silbido de las balas y el sonido de los aviones que estaban cerca, de manera que identificarlos era algo natural, de diario. Creo que yo y muchos nos acostumbramos a la muerte, al horror y es que imagina a un niño de 10 años viendo muertos a diario en la calle, y no solo ahí tirados, había una intención macabra pues resulta que al muerto le habían cortado la cabeza y luego la ponían en el lugar del estómago o le cercenaban las partes del cuerpo y luego se toman el tiempo de coserlo.
En 1989, cuando tenía 11 años, durante la ofensiva final del FMLN la guerrilla entró a la capital y controlaron varias zonas; el lugar en el que vivía mi familia, Mejicanos, es una de las zonas más populares de San Salvador y durante el conflicto armado estuvo marcado como zona roja, es decir, donde hubo mucha actividad; ese fue uno de los primeros lugares que tomaron.
Un par de días después, el ejército metió a la fuerza aérea y comenzó a bombardear en horas de la noche; lo recuerdo bien porque algunas bombas cayeron cerca de mi casa, entonces me tocó ver a vecinos muertos o a vecinos que tuvieron que ser atendidos por mi prima que era enfermera, las esquirlas de las bombas habían hecho estragos y necesitaban prontas curaciones, cosa que se complicó porque no había dónde conseguir implementos como gasas, algodón o alcohol… la preocupación, el dolor y el miedo marcan sus rostros; ver y soportar eso se tornaba muy complejo entonces salimos con una bandera blanca en medio del tiroteo, pasábamos bajo las balas y mientras tanto veíamos a muchas familias haciendo lo mismo.
Durante la misma ofensiva se dio el asesinato de cinco jesuitas, el ataque comenzó el 11 de noviembre y el 16 ellos fueron el blanco. Eso causó gran temor en mi familia y en general en el país, pues somos muy católicos y esas personas representaban una voz de lucidez, una presencia de Dios en la tierra, una luz de esperanza y pensábamos que ellos serían quienes podían ayudar al país. Fue un signo de desamparo para nosotros porque… si eran capaces de matar a un sacerdote ¿qué no harían con un campesino indefenso? Todo se trastocó. Recuerdo a mi familia llorando, recuerdo su desconsuelo y era como si un movimiento telúrico nos afectara a todos.
Con mis hermanos y amigos cercanos no hablábamos mucho de eso, en parte por la negación de estar en un país en guerra. Solo sé que, si estabas jugando y sucedía un ataque o algo, solo tratabas de moverte lo mejor posible, no hablabas de lo que pasa porque no se puede hablar de aquello que no se entiende, aunque claro, por eso mismo fuimos obligados a ser adultos muy rápido, y si no es así ¿cómo te enfrentas a la situación de ver muertos todos los días, oír disparos…? ¿cómo si no es siendo adulto asimilas que tengas que salir corriendo con tu familia?»
En esa medida, en El Salvador fue prevalecido la cultura de que hay cosas de las que no se pueden hablar, pues a la larga se tornan peligrosas; durante la guerra no podías dar tu opinión porque no sabías quién estaba escuchando, lo más probable era que te desaparecieran si un informante de la guerrilla o las fuerzas armadas te oía. A raíz de esto en el país creció una cultura del silencio, de un secretismo a voces. Al hoy, el mismo ambiente de tensión se vive con las pandillas que fueron resultado de la deportación de salvadoreños tras la firma de los acuerdos.
Vivir así era estar en catacumbas, escondiéndose y callando todo el tiempo; tanto que cuando oscurecía, tipo 6:30 pm, la comida ya debía estar preparada porque en un contexto de conflicto no es posible acceder fácil al gas, entonces cocinábamos con leña en las afueras de la casa y si en medio de la oscuridad el avión veía una leve luz, disparaba. Así que debías estar a oscuras desde esa hora. Aún tengo problemas con el sueño y en parte se debe a esos momentos en que dormir era riesgoso, donde no podía descansar.
Esos años me quitaron una niñez normal, en esa época era normal portar armas, tanto de juguete como reales; mientras, jugaban al policía y al ladrón, al guerrillero malo y el soldado héroe de la patria; era eso lo que vendían los medios. No pude vivir mi infancia como la debe vivir un niño, me dejó muertos, familiares desaparecidos… pero sobre todo mucha conciencia que junto a otras experiencias me han hecho ser lo que soy, pensar como pienso y pienso que tenemos que hacer algo para que la situación cambie, para que se subvierta la historia.
Años más tarde entré a estudiar Derecho y tuve que asumir una vida de precariedad, pues la UCA es de las universidades más prestigiosas y al tiempo costosas del país, por eso el dinero que quedaba para comida y gastos era escaso; me sostenía con diez dólares a la semana cuando un almuerzo estaba alrededor de los tres dólares y por eso había ocasiones en las que comía una vez al día.
Ese dinero lo patrocinaba mi tía, fue la única que me apoyó, pues el resto de la familia insistía para que trabajara rápido, ya que en una familia con pocos recursos estudiar es un lujo y cuando el dinero se requiere no se pueden esperar tantos años. Mientras estudiaba conocí a los jesuitas, ese fue el punto de inflexión de mi vida, con ellos pude pensarme a mí en conformidad con el mundo que me rodea, pude abrirme a los otros; así que fui acercándome hasta sentir el llamado y entonces entré; estando allí comencé a estudiar Filosofía.
Tenía más o menos 23 o 24 años y salí de la orden y al verme de nuevo entre tanta escasez decidí estudiar y trabajar al tiempo, así que me vinculé con una empresa de construcción, tenía que pintar fachadas, demoler estructuras… empecé a sentirme mal por verme sucio y con ropas viejas todo el tiempo, además estaba cansado para estudiar, era un trabajo muy demandante y no me concentraba con los textos, me dormía en clase.
Un día estaba en una colonia muy exclusiva de San Salvador y me acerqué a una tienda para comprar algo y no quisieron venderme por mi apariencia, eso fue devastador, me senté en una banca cercana y comencé a llorar y al tiempo a pensar, pensar mucho, yo no quería estar ahí, así. Todos los días de camino a casa me sentía mal, y me preguntaba ¿será que algún día saldré de esta situación? Ese inconformismo dio frutos y conseguí un empleo en una escuela de español, ahí hacía lo que me gustaba: enseñar, además me pagaban mejor y aunque era algo inestable por el número de estudiantes, en definitiva, era mejor.
Tardé 10 años en terminar el pregrado y casi no me gradúo por mora en algunos pagos, sin embargo, lo logré y estuve haciendo las averiguaciones para irme a estudiar fuera del país y fue en Chile donde obtuve una beca para el doctorado. Para llegar allí mi tía, de nuevo, hizo un gran préstamo para comprar el pasaje de avión y darme algo de dinero para los primeros meses, era poco, pero al estar habituado a la carencia no se me hizo tan difícil.
En Chile tuve experiencias fuertes de racismo, estuve a punto de irme al instante; desde que llegué noté cómo me veían, comencé a sentir un rechazo, de pronto iba en el microbús y quedaba un puesto a mi lado y nadie se sentaba, en ese momento tenía un compañero alemán y le decía: en este país los extranjeros no son del mismo nivel, tú eres blanco, de ojos azules, un día fuimos a comer en un restaurante y fue muy notoria que recibimos un trato distinto, conmigo parecía que me atendían como por obligación.
En otra ocasión fui a comer en un restaurante distinto y la señora que me atiende fue muy amable, pero al momento de pagar la cuenta pregunta ¿tú vendes artesanías en la plaza?, no recuerdo que cara puse, pero le dije ¿qué? Y repitió la pregunta, yo insistí ¿por qué tendría que vender artesanías en el parque?, y con más irrespeto contesta: es que todos ustedes se parecen. Yo le digo: ¿todos ustedes? ¿quiénes son todos ustedes? A lo que responde: no sé, ustedes los de Ecuador, Perú, Bolivia…, sentí tanta rabia y pena al mismo tiempo que solo respondí: no vendo artesanías, yo estudio acá y su gobierno me paga por eso.
Otra experiencia se dio tan solo dos semanas después de llegar; todas las mañanas iba a correr por la playa y pasaba por una plaza y cuando pasaba me gritaban ¡indio!, ahí me doy cuenta de que tan importante es el tema del reconocimiento, y aunque sabes que el otro es un ser humano como tú no hay un verdadero reconocimiento porque tú no encuentras al yo en ese otro.
Había salido de mi país, de ese lugar que dejó tantas heridas abiertas y ahora, me enfrentaba solo a un lugar desconocido, lo que no sabía era que iba a padecer otra especie de guerra. Estando ya en Chile padecí el precio por la lucha al reconocimiento; estoy frente a frente con mi verdugo y nuevamente tengo que ondear la bandera blanca como señal de paz, pues mi piel, mi estatura y mis facciones no son armas contra las palabras mordaces que escuché, aquellas que lastimaron como balas e igual de rápidas dieron muerte a algo de nuestra humanidad.