Columnista:
Daniel Riaño García
«En el cine de mi infancia siempre huele a pis, a jazmín, y a brisa de verano».
La experiencia cinematográfica es subjetiva, ya que las sensaciones que nos produce son diferentes en todos los casos, por lo tanto, algunos espectadores buscan recobrar aquellas que les han producido algunas de las películas que ha considerado como buenas, al tiempo que otros analizan este producto cultural de la misma forma en que, en 1956, el sociólogo francés Edgar Morin se refirió al cine, definiéndolo más o menos como la voluntad del hombre que busca captar la vida —y reproducirla— a través de los artificios cinematográficos que reflejan lo real y lo cotidiano del mundo, de tal manera que propicia la reflexión sobre él.
Mi relación con el cine de Almodóvar no es muy buena, es por ello que en el primer encuentro tuve pocas expectativas (debo confesarlo). Sin embargo, me decidí por verla: Dolor y gloria. Este filme, además de significar un acercamiento mucho más amigable a la obra del director español, es una obra que se aferró a mis vísceras para recordarme que el cine es una de las tantas visiones del mundo, a partir de la perspectiva del director y su relación con el espectador.
La última película de Almodóvar trata acerca de Salvador Mallo, y también del mismo Almodóvar, quien es un director de cine que se encuentra en el fin de su carrera; que mientras es devastado por los dolores del cuerpo y el espíritu, recuerda permanentemente, gracias a la reflexión brindada por la vejez (y el ocio), su trayectoria profesional desde su infancia en el pueblo valenciano de Paterna en los 60. Salvador tiene tan vivos los recuerdos de sus primeros amores, su madre, su primer deseo, su primer amor adulto en el Madrid de los 80 y, sobre todo, su profundo amor por el cine. No obstante, la vida, que es una trampa, le ha demostrado que aquellos recuerdos son como las hojas otoñales que, al tiempo que crujen con el roce del suelo, se desvanecen con el paso de los días.
Dolor y gloria es un retrato autobiográfico de Almodóvar. Una íntima revelación de su amor al cine y el temor a perderlo. La simpleza del argumento contribuye y construye a la narrativa. Brinda la percepción de que hay alguien detrás que lo maneja todo, impone la autonomía del director sobre sus personajes y da a sus protagonistas, como Dios, momentos de felicidad que luego arrebata. El director decide lo que deben o no hacer sus personajes. Por ejemplo, cuando Federico regresa a Madrid y se encuentra «casualmente» con el monólogo que interpreta Alberto Crespo sobre Salvador Mallo —el director que lo ha puesto ahí para imponer su voluntad sobre el personaje—, su objetivo es otorgarle un afectuoso reencuentro a Salvador, al mismo tiempo que se lo arrebata abruptamente (lo mismo sucede con el cuadro). Almodóvar es quien impone las reglas para mostrarnos que el cine y la felicidad son tan efímeras y frágiles como una pompa de jabón.
Con aquella película recordé esa sensación que me llevó desde hace muchos años a ver en el cine una forma de captarme a mí mismo. Recuerdo, si no estoy mal, que fue con la obra de José Luis Cuerda: La lengua de las mariposas. Una estremecedora y afectuosa cinta ambientada en el inicio de la Guerra Civil Española; aquella cinta me reafirmó lo dicho por Jhon Cassavetes «El cine es una investigación sobre nuestras vidas. Sobre lo que somos. Sobre nuestras responsabilidades –si las hay–. Sobre lo que estamos buscando». Almodóvar realiza una visión sobre su propia vida, al tiempo que refleja las pasiones, las virtudes; lo estético y lo feo de la condición humana (igual que lo hizo José Luis Cuerda con su obra).
En todo caso, a partir de películas como esta, interioricé el cine como una obsesión y una experiencia que debo vivir intensamente mientras me desvanezco. Cada emoción, cada palabra de cada material que ve la luz, lo vivo vinculándome seriamente con un producto cultural al cual hay que exigirle algo. Un producto de masas que en ocasiones puede ser gratificante o desastroso. Puede ser insulso o avasallador. Es manipulador o rencoroso. Pero que en todo caso vale la pena. El cine es esa experiencia que me permite dialogar con esa voz interior que se queda sin aliento cuando sabe que cada escena ha llegado a lo más hondo, es una forma de repensar el mundo que nos rodea. En Dolor y gloria volví a ratificar, como lo hice con Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore, la profunda devoción que le tengo al increíble invento de los hermanos Lumière.