“Alejandritoo”, le hablaba cantando Sara Felicidad a su pequeño hijo, como si entonara un Verdi, mientras le consentía el pelo amarillo, largo y brillante que usaba a sus 11 años y que inspiró el rechazo de sus compañeros de escuela en Tocopilla, una ciudad obrera al norte de Chile, pues todos, de tez morena, sentían repulsión por el blanco y narizón a quien apodaron ‘Pinocho’.
Jaime, el papá de Alejandro, un artista de circo y comerciante que adoraba a Stalin, como no quería que su hijo fuera marica lo obligó a que fuera al dentista a quitarse una muela sin anestesia y a que se cortara su afeminado pelo. Sara, al ver a su hijo ahora pelicorto y castaño, lloró un rato largo, pues no volvería a recordar a su padre, un bailarín ruso que se peinaba igual.
Conformado a no pedir nada, a jugar solo con las historias que leía en la biblioteca y a sus palabras, Alejandro un día quiso tener unos zapatos rojos que consiguió que su padre le regalara, y los llevó a bailarlos en las polvorientas calles de la mugrienta ciudad, hasta que se encontró con Jaimito, un pequeño del pueblo que embetunaba zapatos, y se los regaló, al verlo lamentarse por su mala suerte.
Su bondad le costó la muerte del pequeño que resbaló al otro día sobre las piedras húmedas del mar, hasta ahogarse, y que su tenaz padre dejara de hablarle por regalar sus cosas. Ya le quedaría poco tiempo a Alejandro para irse de esa tierra infértil que ya no le daría nada, que llevaba décadas sin recibir ni una gota de lluvia.
En una residencia artística que lo acogió en Santiago, antes de abandonar Chile, Alejandro escribió en todas las paredes de su oscuro cuarto hasta no dejar blancos; hizo títeres, se sumergió en la poesía por horas junto a Enrique Lihn y empezó con el teatro hasta que su maestro, que se llamaba igual que él y se apellidaba Flores, lo obligó a irse porque no quería más compartir sus aplausos.
Enfrentarse con la realidad de los egos de los actores lo empujó a hacer mímica, para que el cuerpo hablara solo, sin repetir líneas que ya estuvieran obligadas. Cuando tuvo 23 años y 100 dólares en el bolsillo, Alejandro tomó un barco hasta Francia para llamar a André Bretón a decirle que sería él quien salvaría el surrealismo, aunque el genio revolucionario solo accedió a recibirlo para enseñarle cinco meses después.
En Francia, Alejandro le escribió pantomimas a Marcel Marceau, directo seguidor de Chaplin, y fundó el Teatro Pánico con el cineasta español Fernando Arrabal. El inquieto Alejandro, convencido del poder del arte y de la mente para poner al mundo a reflexionar, hizo meditación zen durante 7 días con un descanso de 20 minutos y consiguió que Óscar Ichazo, maestro boliviano que nació para poder levitar, lo ayudara a alcanzar la iluminación.
Su guía de la psicodelia lo hizo entrar en un viaje de LSD, acelerado con un cortico de marihuana, dos de los ingredientes que fueron necesarios para que su película La montaña sagrada (1971) fuera un inolvidable del cine de autor.
Parecía que Alejandro ya lo tenía todo. Su familia ya actuaba en sus creaciones, ya había reestructurado el Tarot de Marsella, que apareció en su vida desde siempre, y había logrado pagar las deudas de sus películas leyendo las cartas a cambio del precio que quisieran pagar sus oyentes. Después de hablar con las imágenes de Jesús, Buda y hasta Maitreya, buscándose a él, al dios mismo que solo está dentro de todos, sintió que le faltaba hacer más por quienes se condenan a vivir mal.
En esa búsqueda, permaneció años en México viviendo de experiencias chamánicas con Panchita, la gloriosa curandera del mundo, quien le enseñó a quitar tumores y penas solo con un cuchillo y mucha fe. De esta debatible realidad que mezcla también el teatro y la medicina espiritual, inventó la psicomagia, un método para sanar traumas y castigos mentales a través de ejercicios vivos.
Más de una centena de cómics; una treintena de novelas, poesías y ensayos; un poco más de 20 premios en todo el mundo, casi el mismo número de películas y cortos que han formado su vida, esa Danza de la realidad, como el título de uno de sus libros de memorias que definen su vida, llevó a que John Lennon quisiera adquirir los derechos de una de las obras de Alejandro, y a que Salvador Dalí y Orson Welles accedieran a actuar en su arte.
Hace 89 años nació un hombre que se quiere sin edad, pero a quien llamaron Alejandro Jodorowsky, un apasionado quien debe todo a su imaginación. Siendo octogenario descubrió su talento para hacer cuadros, a los que también se dedica para que todavía no lo olviden.
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